domingo, 28 de enero de 2018

La Feliz (III)

Escribía en una entrada anterior, entre otras reflexiones más o menos torpes, más o menos arbitrarias, que a los diez años me había enamorado de Mar del Plata, bautizada (no sé a ciencia cierta desde cuándo) la Feliz.


Si bien pasé muchos años sin visitarla, siempre existía en mi memoria, ese recuerdo entrañable: el de esa ciudad que me había deslumbrado en enero de 1984.

Tanto jodía desde entonces que mis padres, que preferían la tranquilidad (a medias) bucólica de Villa Gesell (ese sitio indefinible), cedían a mis pedidos y por uno o dos veranos fuimos a Mar del Plata.

Por supuesto, nada volvió a ser como aquella vez, porque la primera vez es siempre la primera vez y, también al descubrir que el mayor atractivo de aquel veraneo, fue esa temeraria libertad absoluta que me permitieron ejercer mis tíos. Porque una cosa es ser sobrino y otra muy distinta, ser hijo.

Aunque, rebelándome a una prohibición, decidí irme por las mías al Sacoa, para pasarme las 4 horas diarias que me regalaba cuando aquellos dias de gloria de enero de 1984.

Y me costó cara la licencia: apenas doblé la esquina del hotel y vi a Garcete padre, brazos en jarra, mirando a los cuatro costados, supe que la mano venía pesada.

Puta que fue pesada la mano de mi Viejo, el puño de mi Viejo. Así lo recuerda todavía mi ojo izquierdo. Aplicado alumno de la ley que enseña que "letra con sangre entra", no me atreví a nuevas osadías y acepté los límites que imponía ese estado de cosas.

Restricciones al margen, seguí disfrutándola y luego de muchos años de ausencia (eran los años de la Convertibilidad y había que veranear en el exterior, Brasil, para más datos) regresé -al margen de los fines de semana en los que me escapaba para ver a River Plate en un torneo de verano, con el querido Alejo Amuchástegui- un noviembre de 1998 por un fin de semana, cuando se ampliaban sus playas con máquinas infernales y el Provincial se aprestaba a cerrar sus puertas.

La recuerdo a mi madre, gambeteando murciélagos con terror, que se habían adueñado de la recepción de un primer piso en penumbras, a los muebles desvencijados de los cuartos, a las piletas clausuradas y otras delicias.

Se hundía el país y Mar del Plata anunciaba la caída.

Todo sería peor años después, cuando pasé unos días horrorosos, en enero de 2006.

Con el Provincial cerrado -semanas antes, George Bush había hocicado en la reunión de las Américas de noviembre de 2005-, el centro vandalizado: los lobos marinos graffiteados, la arena de la Bristol en la que se apiñaban las familias felices de aquel enero del '84, reemplazada por una capa de concreto (juro que lo vi) y parlantes en los que atronaba la cumbia villera.

Fue tal la impresión que atiné a huir de Mar del Plata, aunque no tenía demasiadas alternativas. Me preguntaba qué había pasado con esa ciudad que había sido esplendorosa y me dije que, si el país se había caído, Mar del Plata no habría de haber sido una excepción.

De hecho, la estampida de 2001 se hizo sentir, y fuerte en el Municipio de General Pueyrredón, huida del intendente incluido, Blas Aurelio Elio Aprile, un dirigente que falleció joven y divide a los marplatenses entre quienes lo evocan con admiración y los que lo detestan.

Radical el hombre, profesor de filosofía en colegios secundarios de esa ciudad, fue electo en el marco del aluvión de votos que había consagrado presidente a Fernando de la Rúa en 1999.

Aprile, intendente electo, dio una nota a la revista 3 Puntos (editada por Héctor Timerman, quien sería Canciller de CFK, pero que entonces apoyaba a De la Rúa, para meses más tarde, abandonar ese proyecto para integrar el ARI de Elisa Carrió, anoto al pie, para condolernos de nosotros mismos) mediante la cual anunciaba los ejes de su futura gestión, diagnosticando que los males de la Feliz habían nacido en... 1945.

En su lectura, el cambio de fisonomía de la Mar del Plata aristocratizante de fines del siglo XIX con rambla francesa y todo, había traducido a su vez, una mutación drástica en el perfil socio-económico de los veraneantes: la proliferación de hoteles sindicales y su clientela, le ocasionaban a la infraestructura de la ciudad, en la mirada de quien luego sería destituido, más gastos que beneficios.

Aunque resignado, se esperanzaba con los proyectos que estaban de estreno en las playas del sur, que animaba la esperanza de disputarle a Punta del Este alguito de la clientela que, desde aquel fatidico 1945, la había abandonado para siempre.

Años más tarde volví con más regularidad y (como el país), Mar del Plata volvió a ponerse de pie.

Ya no se veían familias que se quedaran una quincena entera, sino las que eran motejadas como golondrinas, porque iban y venían (las que podían) los fines de semana.

La cartelera teatral no volvió a ser la que había sido en los gloriosos ochentas y más atrás también: no volvieron Alfredo Alcón, Rodolfo Bebán o Carlos Muñoz (para evocar un artista inmenso), sí alguna que otra obra digna, aplastada bajo el peso de las propuestas sofovicheanas de paladar negro: El champán las pone mimosas, Le referi cornú, Más pinas que las gallutas o Regatos Salvajes, para evocar (algunas) de esas expresiones de lo peor del género humano.

Las peatonales del centro jamás volvieron a ser lo que eran, disputándose ambas, Rivadavia y San Martín, la intensidad de la decadencia; los teatros del centro, reconvertidos -con alguna excepción- en iglesias evangélicas, bingos o (el Corrientes, en el cual cientos nos apiñábamos para saludar a Alberto Olmedo y recibir los desplantes de Porcel en enero de 1984) en una galería loca, con acceso a la sala, al fondo.

Con todo y contra unos cuantos, que me preguntan porqué persevero en seguir veraneando en esa ciudad y, especialmente, porqué elijo parar en el Provincial, reabierto en 2010, creo, sigo en la mía.

Nada cambió tanto como para no poder seguir tomándole el pulso a ese lugar entrañable. Sigo pudiendo pasarme las horas mirando las olas estrellarse en las rocas que se extienden entre el Torreón del Monje y playa Varese.

Vuelvo siempre, para corroborar que el cartel de Havanna reluce todavía en la punta del edificio emblemático, que los lobos marinos siguen ahí y que nuevas familias se toman la foto que todos tenemos, que el muelle de pescadores sigue convocando gente que pesca, que el Casino y el Provincial (que aún exhibe en las vitrinas una réplica de la lancha de las glorias deportivas de Daniel Scioli, el gobernador que, bien o mal, quiso tanto a esa ciudad, con sus fotografías de Evita, Perón, el Chueco Fangio y de los presidentes sudamericanos que se alojaron allí un par de veces) siguen, aunque castigados por la desinversión, el herrumbre del salitre y los embates de los vientazos del otoño y el invierno, inconmovibles.

Oliendo sus olores, mirando sus colores, oyendo esos sonidos tan característicos que todavía suenan.

Combo que ratifica que, luego de tantos y tantos cascotazos, Mar del Plata siga siendo La Feliz.

sábado, 27 de enero de 2018

La Feliz (II)


En mi última entrada anduve aconsejando la lectura de un libro que me gustó mucho, "La Feliz. Aquel verano del 88", de Camilo Sánchez, con el cual inauguré (de la mejor manera posible) mi 2018 en materia de lecturas.

Libro que devoré, precisamente, en La Feliz, al final de mi mini-vacación de enero de 2018.

Y, como vengo haciéndolo cada vez que puedo, mi descanso comienza allí, en Mar del Plata, esa ciudad-laboratorio argentina que desde siempre reflejó lo que el país era o pretendía ser.

Una vidriera grotesca, un espejo deformante, como esos del Italpark, del ser nacional.

Recuerdo haber leído hace un tiempo Mar del Plata, el ocio represivo, del inefable Sebreli cuya lectura me irritó tanto como me irrita Sebreli y lo que escribe (y de tanto fastidio que me produjo, arrojé ese libro en un estante de mi biblioteca, a punto tal que para injuriarlo en esta entrada, quise consultarlo y no lo encontré).

Ese texto, uno de los mojones de ese autor hacia su destino actual: el espectro de la derecha más recalcitrante, eso que viene siendo desde hace unos 20 años, dejando muy atrás las figuraciones intelectuales pseudo izquierdistas (siempre antiperonista, claro está), que cultivaba al tiempo de la edición de su denostación a Mar del Plata. Al pueblo argentino, el objeto de su desprecio de siempre.

El desprecio de una señora reaccionaria, altiva y racista. Con esa fama ganada en ámbitos que nunca fueron los suyos (recuerdo las evocaciones fulminantes de Viñas y Rozitchner de su paso oportunista por Contorno) persona que no se quiere ni un poco en este pago, por lo que no le voy a prestar más atención, por rechazo y por fastidio.

Tan lejos de Néstor Perlongher, para evocar a quien sí queremos tanto: ese puto libertario que gozaba con y quería tanto a los morochos que aquella, desde siempre, despreció.

Contra esos lugares comunes escritos con tanta presuntuosidad y pareja auto-sobreestima, desde pibe que estoy enamorado de Mar del Plata, amor que transitó por intereses diferentes, según la edad.

Me enamoré (y para siempre) de Mar del Plata en enero de 1984.

Esplendorosa, radiante, como el país que estaba convencido de dejar en el pasado para siempre y de un plumazo (y lo creía con demasiada ingenuidad) las secuelas de la trágica dictadura inmediatamente anterior.

Evoco al pibe de diez años que la disfrutó tanto: su sorpresa ante esos culos entangados y esas tetas ubérrimas, como los de la Mulatona que enloquecía a Clemente, de las muchachas que exultantes, comenzaban a disfrutar las licencias de la democracia de estreno, a aquella playa Bristol atestada de familias que se apretujaban (una pegada a la otra) en la arena  más popular de la Patria, que llegaban arrastrando críos y viejos, con un equipaje tan abultado como el que habían traído desde sus casas para pasar la quincena (así se veraneaba entonces, esa era la duración de las vacaciones de la clase media y media-baja declinante por esos tiempos).

Llegaban al mediodía, exhaustos, eufóricos, con sus bolsos, sus sombrillas, esas heladeritas infames llenas con botellas de todo, fiambre, pan, naranjas y todo lo que entrase en esos cuadradotes de plástico que pesaban 50 kilos; las truchas embadurnadas de Sapolán Ferrini (las más coquetas de la familia con la variante naranja que tenía esencia de zanahoria -juraban esas chicas que así se broncearían mejor y más parejo-).

Felices, con una felicidad (aunque poco explicable), contagiosa.

Yo, con esa precocidad al pedo que siempre me caracterizó, los observaba con curiosidad y afecto, escapándome del cuidado de los mayores, caminando por la rambla como un energúmeno, haciendo una parada en algún balneario, avisándole a los cuidadores que iría a descansar a alguna carpa desocupada. Quien le iba a decir que no a un pendejo atrevido.

Mi balneario preferido era "Punta Iglesias", porque tenía pileta. Entraba, saludaba, dejaba mi remera en una carpa desocupada, me daba un chapuzón y me tiraba a dormir una siestita con la Patoruzú usada que compraba por dos mangos en el kiosco de la explanada de la Bristol.

Aunque también me metía en la mar, como se decía antes. En cuyas aguas encontré, una mañana gloriosa (para mí, trágica para quien se aventuró al mar con tanto descuido), un billete de cien pesos argentinos, otro flotando cerquita, otro más allá, hasta reunir 800, una suma que con creces solventaba los gastos que a mi tía Mary le insumía mi estadía con ella en ese lugar que me enamoraba para siempre.

Llegué, eufórico, a la carpa que compartía con las Rolandi, y arrojé la masa húmeda de papel moneda. Y luego de advertirme que preguntase si alguien había perdido tamaña suma (era mucha guita), consejo que simulé cumplir, me instaron a que volviese a las aguas del Mar Argentino a buscar otros billetitos.

A la tardecita, rumbeaba para el centro.

Empezaba a ponerse lindo. Ese centro, con esas peatonales atestadas de gente, de confiterías elegantes y cancheras, siempre desbordadas y, previo paso por la puerta del teatro Corrientes, adonde iba a saludar a Piluso si lo encontraba entrando o a Portales, que se prestaban gustosos a esos baños de afecto popular (éramos una multitud los que esperábamos el ingreso de Alberto Olmedo), me iba a los fichines de Sacoa. A Porcel no lo quise nunca por suerte, era agresivo con quienes se acercaban a saludarlo. Los sacaba cagando.

Si no iba antes al teatro en el que trabajaba mi tío político, a quien tanta gratitud le tuve por tantos años por ese veraneo inolvidable y que, por esas cosas de las relaciones familiares, hace mucho que (deliberadamente, aclaremos) no sé nada de él, en el que se exhibía la obra Papi de Carlos Gorostiza, que protagonizaban Luis Brandoni, Darío Grandinnetti y Julio De Grazia.

Yo, me hice amigo de De Grazia.

A Brandoni, no le pasaba bola, no sé por qué.

De Grandinetti, sabia que era de River, por ser el más joven de todos, debía ser al que le prestara más atención, pero siempre estaba ocupado.

Su camarín era un desfile de mujeres que yo, tenía 10 años, pensaba que eran asistentes. Costureras, pensaba, que tenían que estar arreglándole el vestuario. El cierre del pantalón.

Suposición, nacida aquella vez en la que entré al camarín de Darío sin golpear. No llegué a ver nada, sólo a una de esas muchachas arrodilladas.

Muy amablemente, me dijo Darío (un fenómeno, qué duda cabe), que podía seguir entrando, pero que golpease la puerta. Mi tío, casi me mata.


Mi amigo, decía, era Julito.

Llegaba con sus anteojos de marco grueso, puteando, siempre. De piloto, siempre.

"Son unos hijos de puta, hijos de re mil putas", gritaba Julio, mientras recorría a grandes zancadas en pasillo que lo llevaba a su camarín.

"Los voy a cagar a tiros, a esos periodistas hijos de puta, hijos de re mil putas", bramaba Julito, entrando atropelladamente al teatro.

Como si apretara un botón, apenas me veía interrumpía por unos segundos la catarata de puteadas, me saludaba con un: "¿Qué hacés Horacito?", me guiñaba un ojo; y reiniciaba el rosario de puteadas que culminaba tras un portazo infernal, encerrándose en su camarín.

"Que nadie me rompa las pelotas o los cago a tiros a todos", amenazaba, Julito.

A mí me divertían esos arranques, porque eran los de un amigo. Y como estaba (demasiado) acostumbrado a los gritos y a las puteadas, no me alteraban.

Y ante la sorpresa de quienes asistían a esas explosiones, apenas entraba con esa estampida al camarín, yo tocaba la puerta y después de un: "¿Quién carajo me rompe las pelotas?" , respondía: "Horacio, Julito" y me hacía pasar, advirtiéndome que el permiso era: "Solamente a vos".

Empezaba a maquillarse y le cambiaba el ánimo. Yo le hablaba boludeces, de River, siempre, y él empezaba a relajarse. Lo recuerdo, mirándose al espejo, haciendo morisquetas, que yo le festejaba y  nos reíamos juntos.

Una vez, la mano venía más pesada que lo habitual.

Yo, como siempre, entré al teatro como Pedro por su casa y el aire se cortaba con una tijera.

Me quedaba hasta que empezaba la obra (por esos códigos de ese tiempo, no se me permitía asistir a una obra en la cual los protagonistas hablaban sobre una prostituta, por lo que cuando salían a escena, y escuchaba los aplausos de la platea, me tenía que ir, caminando solo por esa Mar del Plata gloriosa, al departamento en el que me esperaba mi tía Mary para que cenásemos alguna cosita), pero esa vez, la obra no empezaba.

Julito no quería salir a escena.

Yo, en medio de un hervidero de personas que iban y venían, desesperados por ese pasillito. Recuerdo a Brandoni, indignado, puteando; a Darío, en cambio, la situación parecía divertirlo.

En medio de ese hervidero, el pendejo caradura asistía a ese sainete previo al sainete.

Mi tío, me miró con ojos de odio, preguntándose qué mierda hacía yo ahí, aunque el ceño se le aflojaría cuando (deduje después) se le ocurrió algo, una última posibilidad para salvar esa función a platea llena.

Se acercó a alguien (sería el director, que creo, era Gandolfo) y tras unos instantes, esa persona asintió.

"Horacio, esto que te propongo está mal, no corresponde. Pero te lo pido igual. ¿Intentás convencer a ese hijo de puta de que salga a escena?"

Por supuesto que dije que sí.

Golpeé la puerta, se escuchó una puteada y luego de identificarme, Julito me dejó pasar.

Como si fuéramos viejos amigos, le pedí que se dejara de joder, que hiciera la función.

Se cagó de risa. Me acuerdo cómo se cagó de risa.

Y a los gritos, anunció: "Salgo, porque me lo pide el pibe, manga de hijos de puta".

Y me guiñó un ojo.

Y salió a escena, anticipando, antes que los cagaría a tiros a todos.

A los tiros se iría de este mundo, Julito, frente a un televisor que daba una noticia que (se dijo, se dice), le resultaba intolerable.

Mi amigo del inolvidable verano del '84.


viernes, 26 de enero de 2018

La Feliz.

El anteúltimo día de mi semana de vacaciones, recordé que tenía pendiente una lectura: "La Feliz. Aquel verano del 88" de Camilo Sánchez, un periodista amigo.

Ambas condiciones, amigo y periodista, dos grandes alicientes.

La primera, por obvias razones. La segunda, porque la literatura hecha por periodistas siempre fue mi preferida: desde una de mis primeras lecturas ("La novela de Perón", de Tomás Eloy Martínez), hasta las que me ocupan por este tiempo (las obras de Pietro de Angelis, a quien estamos haciendo descansar).

Si un estilo tengo cuando escribo, es periodístico.

No por nada me identifiqué y quise y quiero todavía imitar (aunque fracase en el intento) a periodistas-escritores: Sarmiento. Arlt, Walsh, Soriano, Rivera, Verbitsky, Asís, María Moreno y otros tantos y otras tantas.



La Feliz, es un exponente de la más noble tradición de la literatura hecha por periodistas.

No sólo porque es un libo exquisitamente escrito, con pluma llana y emotiva (conmueve Sánchez, y mucho, cuando describe la muerte, absurda y cruel, de Alberto Olmedo) sino en especial, por la metáfora que sirve de eje e hilo conductor: el derrumbe de dos ídolos populares, anticipatorio a su vez, del derrumbe de un país.

Porque, además (sobre todo) La Feliz es un homenaje a Carlos Monzón y (muy especialmente) a Alberto Olmedo, a quienes Camilo Sánchez, como millones de ese país que se moría, admira.

Dos santafecinos hechos en la miseria más extrema, estigma que los acompañaría hasta el final quienes, por caminos tan iguales y tan diferentes, serían glorificados.

En el medio: Adrián Martel, un turrito, un busca sin gracia ni talento, cuyos días acabarían veinte años después de aquel verano maldito, con toda la pena del mundo y ninguna gloria.

Aunque en rigor, el libro se ocupa de los tres hombres de la foto con apelativos, ficcionalizándolos. Son El Campeón, El Claun y El Langa.

Personajes, rodeados por una troupe igualmente nominada: La Diva, La Rubia, La Morocha, La Mística, El Segundo (Javier Portales, el que mejor  parado queda, descripto con una admiración tierna y contagiosa), El Secretario, El Locutor de la Nación y tantos y tantas, perfectamente identificables.

Otras personalidades en cambio, son nombradas como se las conoce: los retadores de El Campeón (Benvenutti, Briscoe, Nápoles, etc.), su entrenador (Amílcar Brussa) sus amigos -dizque más que amigos- (Alberto Lectoure y Alain Delon), su primera mujer Pelusa y sus hijos Silvia y Abel (al hijo de La Rubia, se lo apoda Cachi); Fidel Pintos, Alberto Ure y Osvaldo Soriano, entre otros, en los pasajes dedicados a El Claun.

Aunque más que las alusiones (más o menos entrañables, más o menos ácidas) me ha sorprendido una omisión, sin dudas, deliberada: Jorge Porcel es el gran ausente en el relato, silencio por demás significativo; tanto o más que el desprecio que se le dedica a Báez, el célebre ciruja alcahuete, apodado entonces Cartonero por un periodista (uno de los más brillantes de ese tiempo), perlita que no voy a develar.

Seguiría escribiendo, pero no es cuestión.

Quedó clarito que me gustó y mucho La Feliz: ese relato dulce y amargo, como la cocaína de máxima pureza que corría a raudales en la noche de aquella Mar del Plata, de aquel verano de 1988, que daría inicio, sostiene Sánchez y coincido, a una década que terminaría en diciembre de 2001, libro editado (no por nada) en este presente evocatorio (por aquello que sucedió y que anda repitiéndose) de una farsa, como la  que don Carlos Marx describía en su 18 Brumario.