martes, 28 de septiembre de 2010

Firmenichismo

Entretenido con otras cuestiones, hace mucho que no dejo ninguna opinión en el espacio, por lo que arremeto, movido por la sorpresa que he verificado en el blog: la reacción de adeptos, simpatizantes, defensores o lo que fuere de Mario Eduardo Firmenich, que opusieron argumentos –generalmente con desprecio, parejo al que tributo a Firmenich, debo admitirlo- a una entrada en la cual analizaba una biografía publicada recientemente en torno de ese personaje.

Se ha tratado en este espacio la cuestión relativa a los años ’70, a la violencia política legitimada por ciertas organizaciones políticas en ese tiempo y la reacción –criminalmente descalificable- llevada a cabo por los terroristas de Estado.

Pasamos revista a las diversas recepciones que ese período había suscitado en la sociedad, para lo cual tomamos como hilo conductor a las producciones cinematográficas que se sucedieron desde 1983 a la fecha, anotando positivamente que, a partir del estreno de “Un muro de silencio” en 1993, había comenzado un rescate de aquellas militancias revolucionarias, bien que negadas en la etapa anterior.

En ese sentido fue que analizamos la pareja reivindicación a tales compromisos encarnado desde el espacio político gobernante desde 2003, lo cual hemos considerado un acto de estricta justicia.

Ahora bien, la lectura del trabajo de Celesia y Wainberg sobre Firmenich me dejó la amarga sospecha de que detrás de esa biografía complaciente podría encaramarse algún sector del espectro, que supondría en mi mirada una herramienta más eficaz en la negación de la reivindicación anotada, que los trabajos de Yofre o de Reato.

Rescatar a Firmenich, echando un inconcebible manto de piedad sobre muchísimas canalladas verificadas o sospechadas, en el común de los casos, por quienes lo siguieron constituye una afrenta, por caso, a la memoria de Walsh, una diatriba a las enseñanzas de Cooke, un perjurio a la militancia de Troxler.

Cuestionarlo desde la poderosa e inapelable fuerza de los hechos no supone admitir, adherir o jugar de idiota útil de quienes pregonaron el terrorismo de Estado, sino que es ayudar desde la empatía con el proyecto que hoy dirime luchas decisivas a poner las cosas en su sitio; a instar a ciertos militantes a que no carguen con el lastre de un personaje imposible.

lunes, 13 de septiembre de 2010

Cruzada


Fueron, vienen siendo, muchos los meses de “jugar al columnista” en este espacio módico, casero. Parejas mis quejas ante tanto monólogo: reprochaba que nadie me contestara. Que tirase temas y me quedara pedaleando en el aire.

Y luego de tanto pataleo, me contestaron. O me contestó el mismo, pasando por algún alias, dos anonimatos, poco importa.

Algún juicio apresurado sobre Firmenich –que por apresurado no dejo de ratificar, por más que lo pienso, Firmenich es irrescatable, hiede Firmenich- generó las comentadas irrupciones. Poco que decir ante el disenso, siempre bienvenido, aún cuando se exprese a caballo de la discriminación ideológica (el macarteo, para usar un eufemismo), aunque a la luz de lo que vengo percibiendo me insta a compartir estas reflexiones con los pocos (aunque buenos) lectores de estos delirios.

Tiempos raros estos: cuesta tanto disentir, como apoyar.

Si uno tiene una mirada de adhesión al proyecto iniciado en mayo de 2003 –aunque con reparos importantes- quienes compartieron con uno la vereda del alfonsinismo o aquellos que se enconaron con parejo rechazo a esa presidencia radical, como a esta presidencia peronista, sugieren requiebros ideológicos, inconsistencias, cuando no venalidad.

Cuando se presentan reparos, cuando se critica lo que en substancia se apoya, uno sigue siendo venal, inconsistente o ideológicamente quebrado, en este caso, a manos de Magnetto y su ejército, sino se le espeta a uno ser un defensor solapado del terrorismo de Estado.

Sin ir más lejos, la productora PPT, a cargo del tendencioso, aunque eficaz "6-7-8" y "TVR", vivencia los coletazos de estos tiempos de negros y blancos: parece que uno de los conductores del segundo, preocupado por su futuro contractual en el medio se retira, dejando entrever un fastidio con el tenor de los informes de tal programa que, en mi memoria al menos, hasta ahora había sabido disimular.

En el que emite el Canal 7, de discurso que por tan sintonizado con el gobierno cansa, algunos de sus periodistas (Barone, por todos) exacerba su discurso, las más veces vehemente, nunca reflexivo, siempre al borde de un ataque de nervios, con el cuchillo entre los dientes.

Se los trató de “religiosos del kirchnerismo”, desde TVR, en el marco de la comentada interna que se libra en el seno la producción PPT, lo cual generó una condigna respuesta.

Ahora, interna al margen, cierto es que en determinadas actitudes, por constantes y reiteradas, parecen propias de una batalla decisiva.

De una Cruzada.

sábado, 4 de septiembre de 2010

Firmenich. La Biografía.



Finalizada la ardua lectura de: “Firmenich. La historia jamás contada del jefe montonero”, en la que me embarqué por sugerencia del querido “Chino” Navarro, y en el trámite de comenzar el comentario de mis impresiones requerido por el amigo, comienzo por destacar que advierto un denuedo por parte de los autores, Felipe Celesia y Pablo Waisberg, a quienes conocí a partir de la notable biografía de Rodolfo Ortega Peña (“La ley y las armas”), en procura de un equilibrio, una ecuanimidad (cierto, que imposible) en el análisis de una trayectoria ostensiblemente desafortunada, demasiado funesta.

Ese esmero, paradójicamente, conspira contra su eficacia, debilita un trabajo que debió haber dicho más, que debió ahondar sobre una personalidad y una época tan desgraciadas. Impera, pues, un medio tono que no sabe a chicha ni a limonada y que en la mirada de quien escribe estos disparates que –anticipo- abomina a Mario Eduardo Firmenich, se traduce como una justificación algo piadosa a su pasado (y muy especialmente) a un presente condigno de su trayectoria.

Nada de censurable tiene ello, por cuanto Waisberg, Celesia o cualquiera que se lo proponga se encuentra legitimado para vindicar a Firmenich, sólo que el relato aparece demasiado amañado como para lograr aquella ecuanimidad, débil a su vez, en el contraste del coro compacto de quienes contribuyeron a construir el personaje abominable que los autores describen –en clave provocativa y bien que en este caso, eficaz- al inicio del trabajo que se comenta.

Leemos en la introducción: “El líder de Montoneros Mario Eduardo Firmenich carga la impronta de un hombre maldito. Su cara evoca el demonio bifronte. Su aliento despide azufre. Sus manos son garras ensangrentadas. Por donde camina, ya nada crece. Traidor, miserable, cobarde, entregador, cuadrado, elitista, militarista, déspota, cruel. Ningún adjetivo le es ajeno. Firmenich es la bestia negra de la política argentina del siglo XX”.

Con ponderable honestidad intelectual, los autores anticipan su hipótesis de trabajo: Firmenich, la imagen que ha venido construyéndose de él se explica a causa de su fracaso político-militar, de haberse impuesto, la mirada actual sería otra y aunque no corresponda desecharla de plano, a poco que se baraja y terminada la lectura de la obra que transita esa senda, se desbarata, cae por su propio peso.

Por caso: Mario Santucho ¿no fracasó con parejo estrépito? Se ha escrito, discutido, debatido, acerca de esa frustración y se ha concluido en su responsabilidad. En sus errores de cálculo, en su militarismo extremo y (por qué no) suicida. En su correspondiente responsabilidad.

Sin embargo, no campea en el terreno de los militantes de la organización que dirigió, incluso entre quienes lo combatieron o meramente disintieron gravemente con él, las sospechas aberrantes que pesan sobre Firmenich: su calidad de doble agente, de entregador, de cobarde, de miserable; caracterizaciones propuestas –algo se dijo- en boca de un colectivo insospechado: se reproducen en el trabajo dicterios fulminantes de Adolfo Pérez Esquivel, Hebe de Bonafini, Nora Cortiñas, Miguel Bonasso, Mario Wainfeld, Horacio Verbitsky, José Pablo Feinmann entre otros.

Volvemos al texto introductorio, donde los autores proponen un nuevo un eje a partir del cual evaluarán al personaje objeto de su estudio, denuncian que respecto de Firmenich se ha “invertido la carga de la prueba”, esto es: si toda persona es considerada inocente, hasta que se demuestre lo contrario, el líder montonero, en cambio, ha tenido que probar esa inocencia presumida, lo cual motiva un nuevo disenso de mi parte. En política, la carga de la prueba suele (debe) estar invertida.

Sí que son certeros en cambio, al proclamar que muchos de quienes le abominamos, lo hacemos a partir de su supervivencia, juicio tonante, poderoso, desde que aparece derivar la prédica insidiosa de los terroristas de Estado, en especial los del aparato comunicacional, perversidad –una entre tantas- que involucran el repaso de los años funestos durante los cuales intervino el biografiado como personaje central.

Es este el sentido de mi observación más crítica a un trabajo que tan poco me gustó. Se desechan con demasiada ligereza aspectos demasiado turbios en la trayectoria de Firmenich: sus detenciones durante el auge de la represión de la Triple A; las condiciones de detención de su esposa en la cárcel de Devoto durante la dictadura; las sospechas edificadas en torno a su relación con el Ministerio del Interior de Juan Carlos Onganía; la versión de su calidad de doble agente del 601 de Inteligencia del Ejército; el desdén ante las advertencias de los cuadros más lúcidos de la organización frente a la carnicería inminente; su acuerdo parisino con Emilio Massera, cuyo develamiento habría costado las vidas de Elena Holmberg y Marcelo Dupont; la sospechada delación y la condigna muerte de Santucho, entre tantos.

Aunque se lo propongan, la anotada ligereza en descargo del biografiado de los autores, en mi mirada al menos, acentúa certezas preconcebidas antes de la lectura del tabajo que se comenta.

A poco de repasar las escasas fotografías con las que se ilustra el trabajo, comencé a transitar la ratificación de mi fastidio. En el marco del capítulo dedicado a los años de la dictadura militar consignan los autores una fotografía con el siguiente pie: “Firmenich trabajando en la Comandancia. Así llamaban a la casa donde funcionó la Conducción de Montoneros entre 1978 y 1982. Era una construcción de dos plantas, ubicada en el barrio Miramar, La Habana, a cinco cuadras del Teatro Carlos Marx”, que refleja al biografiado con aire socarrón, como conteniendo una sonrisa. Se lo ve suscribiendo o redactando algo, ataviado con un uniforme militar, flanqueado por un retrato del Libertador San Martín.

Otra fotografía consignada en el mismo capítulo, ilustra al biografiado, una vez más en uniforme, con boina calada, acompañado de otros tres uniformados, dos de ellos cuadrados militarmente, el otro, estrechándole la mano, una vez más según se consigna al pie, en la sede de la “Comandancia”.

Recuerdo un artículo -¿de Piglia, de Saavedra, de Olguín?- demoledor de otra personalidad de nuestro pasado violento: Leopoldo Lugones, otrora escriba paniaguado del roquismo, que a partir de los años ’20 abjuró de la poética insufrible por la que se lo bien recuerda, para transitar el camino sin retorno del fascismo patético de “la hora de la espada” y otras insentaces a la vera de Félix Uriburu.

El artículo que evoco con torpeza destroza con justicia a Lugones, desde la descripción de una fotografía suya, ataviado de esgrimista. Parecía, glosaba el autor que mi desmemoria no supo contener, el integrante de una comparsa de Carnaval, a despecho del refinamiento que la fotografía proponía.

Algo parecido me pasó al ver a Firmenich disfrazado de militar, en La Habana, cuando –tal como le había anticipado Walsh y tantos otros- su aventura estaba condenada al desastre. Para empeorarlo todo, se dibuja una sonrisa en su rostro contenida, aunque divertida.

La secuencia no puede proponer sino una escena pantomímica, trágica y risible, si no cargase Firmenich en su conciencia, con tantos renuncios, tantos requiebres, tantas preguntas sin respuesta, tantos crímenes inconfesables desde que sus víctimas fueron quienes siguieron la comandancia de quien, infinitamente lejos de la altura que esas circunstancias imponían, fungió de patético monigote.