sábado, 30 de octubre de 2010

Despedidas


Todo reconoce un nacimiento, un desarrollo y un final.

Tenía pensado escribir estas líneas hace tiempo, pero no pude hacerme un hueco, que ahora lleno con estos (nuevos) delirios.  La clausura de esta experiencia, aunque solitaria y tozuda, vivificante –tal el caso mío, al menos- y dolorosa también que ha significado este espacio llega a su fin. Noticia que no es tal, dado que sólo me involucra, no obstante los pocos –aunque muy buenos, buenísimos seguidores de este espacio- merecían una explicación acerca de la decisión que tomé de dejar de compartir reflexiones, sensaciones, alborozos, temores en este lugar.

Dirime este final otro, de trascendencia bien que distinta: el de la vida de un presidente argentino que a los hijos bien nacidos de este país nos apenó, con una intensidad acorde a la adhesión a su figura, a la de su esposa presidenta, al proyecto encarnado por ambos.

Si Mario Wainfeld en su sentida despedida de la edición de Página/12 del jueves 28 de octubre comparte un abrazo con todos aquellos que a su vez compartían con él la pena por la muerte de Néstor Kirchner, desde este lugar austero tributo mi más profundo desprecio a todos aquellos que sintieron alegría con esa muerte.

Mucho se escribió y se dijo sobre Kirchner y dado que nada nuevo o mejor se vertebrará desde aquí, me quedo con el dato insidioso, socialmente e íntimamente patológico de aquellos que se  alborozaron con su muerte, que como bien predica Verbitsky en la citada edición de Página, viene a actualizar la tradición de los militantes del “Viva el cáncer”, cuando la muerte de Eva Perón.

Expresiones que evocan y renuevan la cultura política del gorilismo depredador y destructivo, cuya vigencia advertimos en este espacio.

Muchos, con mejor o peor leche, me pidieron explicaciones por mis juicios, por mi adhesión crítica al gobierno de la presidenta Cristina Fernández, no obstante algunos de ellos no puedan explicar la suya de toda una vida, allá ellos.

Me cuestionaban que siendo radical –aunque supieron combatir a Raúl Alfonsín con pasión- apoyara a este gobierno –en principio- de signo diverso. Como me conocen, algunos insinuaban –no se atrevían a expresarlo, saben quienes consultaron el lamentable intercambio sobre Firmenich que tengo poca tolerancia al agravio injusto- un móvil acomodaticio en esa decisión. No necesito explicarme ni rendir cuentas a nadie, sólo que la muerte de Néstor Kirchner, la viudez de su esposa presidenta motivan algunas reflexiones íntimas que comparto con los amigos.

Los funerales invitan al balance y en el caso de una personalidad política, ese repaso trasciende la intimidad de cada uno, compromete otras variables, supone consideraciones que nos involucran al colectivo social. Conmueven y resignifican a la persona y al tiempo que les tocó vivir. Traslucen grandezas, mezquindades o hipocresías de sus adversarios, reafirman amores y odios.

No puedo evitar la evocación de los funerales de Alfonsín –evento reflejado en este espacio-, en especial desde la “universalidad” del dolor que se dijo se sentía, a las manifestaciones compungidas de ilustres y desconocidos que se manifestaron compungidos con su deceso.

En aquella despedida de otro gran presidente argentino, subrayo las presencias de Julio Cobos y de Hugo Biolcatti, los editoriales lacrimosos de los diarios “La Nación” y “Clarín”, los tres últimos reviendo posturas de enconado desprecio a Alfonsín durante su mandato. Para escándalo de la memoria de mi querido Gallego, “Clarín”, medio que muchísimo hizo por su fracaso, decidió incluirlo entre las figuras nacionales dignas de ser rescatadas en el marco de una ramplona retrospectiva de biografías de personalidades célebres del Bicentenario argentino.

Nadie expresó odio hacia Alfonsín. A lo sumo, Hebe de Bonafini destacó –con un rigor que me consta- que en su despedida no se vieron pobres. Que sobraron –me consta igualmente- en los recientes funerales de Kirchner.

Decía de Alfonsín, que sus enemigos lo despidieron con palabras de doloroso respeto. Visto en retrospectiva, azorado por la alegría de algunos en estos días de duelo, infiero que este odio y aquel respeto, determina la imposibilidad en el radical difunto de conmover privilegios de aquellos que expresaron su pesar hipócrita; condición bien que opuesta en el peronista.

Había dicho que nada diría sobre Kirchner, porque mucho se había escrito, aunque comparto un recuerdo con los amigos, que en alguna medida ha contribuido–aunque no de manera exclusiva- a dirimir mi postura de identificación y adhesión política con su proyecto.

Creo que algo escribí. En todo caso, me siento compelido a hacerlo una vez más. El padre de mi padre, un paraguayo autodidacta que correteaba locales comerciales, salió a cumplir con su trabajo de todos los días un jueves desapacible de junio de 1955. No se supo qué gestión lo había llevado al centro de la ciudad el mediodía de ese jueves, sólo que en ese trance una ráfaga de ametralladora lo partió en varios pedazos. Calculo que habría ido a protegerse de las bombas que la marina de guerra antiperonista descargaba sobre la Plaza de Mayo y alrededores. Lo cierto es que su partida de defunción da cuenta de “múltiples impactos de bala” en su cuerpo.

Desde chico supe de la muerte del abuelo que no conocí en tales circunstancias. Con el tiempo comenzó a llamarme la atención –a partir de una reflexión de la hija menor del paraguayo, mi Tía Mary, a quien quiero mucho- por qué mi padre era antiperonista. Cómo era razonable que quien viera signada su vida por esa muerte cruel compartiera –de alguna manera- el ideario de los asesinos de su padre. Que odiase tanto a Perón, cuando de ese odio se explicaba esa muerte lacerante. Al final de su vida –moriría en tiempos de De la Rúa, tal vez eso explique mucho- me propuso una mirada más comprensiva para el peronismo, como crítica del radicalismo, partido en el que creyó tanto.

Con el tiempo mi sorpresa transitaba por otro andarivel más complejo, menos explicable: el sentimiento de vergüenza que sentían los hijos del paraguayo –que seguramente habría sentido su viuda- a causa de esa muerte. Inconcebible, aunque razonable desde los años que siguieron la caída de Perón, a poco del bombardeo sería derrocado por un movimiento autodenominado “Revolución Libertadora” que distinguiría a los asesinos del paraguayo como héroes de la libertad y barrería bajo la alfombra de la historia a tantos muertos y mutilados. Constante mantenida (va de suyo) por las dictaduras militares subsiguientes y por diez gobiernos constitucionales (seis de ellos, peronistas) que se sucederían hasta junio de 2005.

Mes durante el cual se cumpliría medio siglo de esa masacre, anticipatoria de otras tantas. Ocasión que el presidente Kirchner consideró apropiada para evocarla, para quitar la vergüenza a los deudos de los muertos ignorados durante ese lapso y asumirla en tanto Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas. Estuve ahí, a pasitos del Salón Blanco. Con mi madre y mi hermana decidimos que quienes debían asistir en ese ámbito eran las hijas vivas del paraguayo muerto. No obstante, escuchamos el discurso. Oí al presidente pedir perdón. En su calidad de jefe máximo de las Fuerzas Armadas, pero en especial por la ignominia de tantos años de olvido.

Al finalizar el acto entramos al Salón Blanco, única ocasión en la que pude ver de cerca del presidente que se acaba de morir. Sería la emoción, pero no lo vi tan feo como pensaba, estaba feliz, entusiasmado, compartiendo fervores con un grupo de jóvenes presentes al efecto. Los abrazaba con ganas, se sentía a sus anchas. Quise decirle algo, me miró de soslayo, sin darme mucha bola. A quien sí escuchó fue a mi tía Rosa.

No acostumbro a releerme, pero al escribir esto último, recuerdo haber consignado la experiencia en otra entrada, a la que me remito. Sólo destaco lo que entonces me impresionó: el interés de Kirchner en mi tía Rosa y en lo que le decía. No creo que nadie sea capaz de fingir en una situación como la que generó Rosa y de hecho, Kirchner se conmovió con sus palabras. Le interesaba lo que Rosa le confiaba.

Tres años después, su sucesora, Cristina Fernández inauguraría un monumento en los jardines de la Casa de Gobierno. Está en la zona donde pronto se inaugurará el museo de la Aduana Taylor, detrás de la sede presidencial, hacia el Paseo Colón. En la base del monumento se consignan los nombres de las víctimas de la barbarie, entre ellos el de José Horacio Garcete, el paraguayo muerto por la metralla asesina de los enemigos de Perón. A fines de ese año, se promulgará una ley compensatoria para los descendientes de las víctimas de ese evento.

La emisión del programa 6-7-8 del día de la muerte de Kirchner convocó a un grupo nutrido de mujeres y hombres de la política y el arte que querían decir algo en homenaje del muerto o tan sólo, sintieron la necesidad de compartir un espacio común en esa noche de tristeza colectiva.

Entre quienes hablaron, la Tana Rinaldi dijo algo que me llegó: “vengo a despedir a un tipo que me dio vuelta la cabeza”. De alguna manera, eso me pasó a mí. No soy el mismo desde la llegada de Kirchner a la presidencia: por sus aciertos, por su apuesta, por sus convicciones y su obra, no me reconozco en aquel joven radical que cultivaba la cachaza antiperonista.
Me considero ahora parte de este modelo, en especial de este gobierno, y quizás movido por la conmoción que el funeral de su mentor auspició lo declaro, para dejar constancia, para que los íntimos me lo recuerden ante algún desvarío futuro. Paso a las filas del sector político que encarna este modelo, con observaciones, críticas y objeciones bien que de estilo, de forma. La coincidencia con el fondo de lo que se propone, el desafío que la muerte de Kirchner invita, no deja espacio para la exquisitez política o ideológica, para el disenso de irresponsabilidad achampañada.

Toda apuesta supone un riesgo. Quién sino yo puedo dar fe de ello: voté a De la Rúa con entusiasmo, creí en él. Vaya si me equivoqué.

Tal vez este sea un nuevo error, el tiempo lo dirá, sólo que –remitiéndome a lo anterior- me sentiría repugnante apelando a las medias tintas, se vienen horas difíciles y hay que estar donde se debe estar. Adentro. Con lo mucho bueno y lo mucho malo, pero dentro del espacio.

Decía de apuestas y del tiempo como juez inapelable del acierto o del error en la decisión. Sólo que en este caso me equivoco cantando. Porque me equivocaría con Estela Carlotto, con Tito Cossa, con Alejandro Dolina, con Federico Luppi, con Norberto Galasso, con Horacio González, con José Pablo Feinmann. Con tantos y tantas. Lo elijo y asumo el riesgo, a un eventual acierto con Cobos, con Bergoglio, con Biolcatti o con Carrió. Con tantos y tantas.

Y desde luego que me equivoco feliz con la Cuqui, mi hermana. Con mi Vieja que a los 64 años es un ejemplo de coraje cívico. Que repasó conductas y convicciones. Y está. Y apoya. La quiere a Cristina demasiado –no sé si hay gente que la quiera tanto-, pero estoy con ella. Que me alienta y me persuade en el imperativo de equivocarme con el proyecto.

Me despido entonces.

Tengo mucho para escribir esta vez bajo mi nombre y apellido reales Horacio Garcete, Andrés Galván es un homenaje a mi amado Gordo Soriano.

Hasta cualquier esquina. 

martes, 28 de septiembre de 2010

Firmenichismo

Entretenido con otras cuestiones, hace mucho que no dejo ninguna opinión en el espacio, por lo que arremeto, movido por la sorpresa que he verificado en el blog: la reacción de adeptos, simpatizantes, defensores o lo que fuere de Mario Eduardo Firmenich, que opusieron argumentos –generalmente con desprecio, parejo al que tributo a Firmenich, debo admitirlo- a una entrada en la cual analizaba una biografía publicada recientemente en torno de ese personaje.

Se ha tratado en este espacio la cuestión relativa a los años ’70, a la violencia política legitimada por ciertas organizaciones políticas en ese tiempo y la reacción –criminalmente descalificable- llevada a cabo por los terroristas de Estado.

Pasamos revista a las diversas recepciones que ese período había suscitado en la sociedad, para lo cual tomamos como hilo conductor a las producciones cinematográficas que se sucedieron desde 1983 a la fecha, anotando positivamente que, a partir del estreno de “Un muro de silencio” en 1993, había comenzado un rescate de aquellas militancias revolucionarias, bien que negadas en la etapa anterior.

En ese sentido fue que analizamos la pareja reivindicación a tales compromisos encarnado desde el espacio político gobernante desde 2003, lo cual hemos considerado un acto de estricta justicia.

Ahora bien, la lectura del trabajo de Celesia y Wainberg sobre Firmenich me dejó la amarga sospecha de que detrás de esa biografía complaciente podría encaramarse algún sector del espectro, que supondría en mi mirada una herramienta más eficaz en la negación de la reivindicación anotada, que los trabajos de Yofre o de Reato.

Rescatar a Firmenich, echando un inconcebible manto de piedad sobre muchísimas canalladas verificadas o sospechadas, en el común de los casos, por quienes lo siguieron constituye una afrenta, por caso, a la memoria de Walsh, una diatriba a las enseñanzas de Cooke, un perjurio a la militancia de Troxler.

Cuestionarlo desde la poderosa e inapelable fuerza de los hechos no supone admitir, adherir o jugar de idiota útil de quienes pregonaron el terrorismo de Estado, sino que es ayudar desde la empatía con el proyecto que hoy dirime luchas decisivas a poner las cosas en su sitio; a instar a ciertos militantes a que no carguen con el lastre de un personaje imposible.

lunes, 13 de septiembre de 2010

Cruzada


Fueron, vienen siendo, muchos los meses de “jugar al columnista” en este espacio módico, casero. Parejas mis quejas ante tanto monólogo: reprochaba que nadie me contestara. Que tirase temas y me quedara pedaleando en el aire.

Y luego de tanto pataleo, me contestaron. O me contestó el mismo, pasando por algún alias, dos anonimatos, poco importa.

Algún juicio apresurado sobre Firmenich –que por apresurado no dejo de ratificar, por más que lo pienso, Firmenich es irrescatable, hiede Firmenich- generó las comentadas irrupciones. Poco que decir ante el disenso, siempre bienvenido, aún cuando se exprese a caballo de la discriminación ideológica (el macarteo, para usar un eufemismo), aunque a la luz de lo que vengo percibiendo me insta a compartir estas reflexiones con los pocos (aunque buenos) lectores de estos delirios.

Tiempos raros estos: cuesta tanto disentir, como apoyar.

Si uno tiene una mirada de adhesión al proyecto iniciado en mayo de 2003 –aunque con reparos importantes- quienes compartieron con uno la vereda del alfonsinismo o aquellos que se enconaron con parejo rechazo a esa presidencia radical, como a esta presidencia peronista, sugieren requiebros ideológicos, inconsistencias, cuando no venalidad.

Cuando se presentan reparos, cuando se critica lo que en substancia se apoya, uno sigue siendo venal, inconsistente o ideológicamente quebrado, en este caso, a manos de Magnetto y su ejército, sino se le espeta a uno ser un defensor solapado del terrorismo de Estado.

Sin ir más lejos, la productora PPT, a cargo del tendencioso, aunque eficaz "6-7-8" y "TVR", vivencia los coletazos de estos tiempos de negros y blancos: parece que uno de los conductores del segundo, preocupado por su futuro contractual en el medio se retira, dejando entrever un fastidio con el tenor de los informes de tal programa que, en mi memoria al menos, hasta ahora había sabido disimular.

En el que emite el Canal 7, de discurso que por tan sintonizado con el gobierno cansa, algunos de sus periodistas (Barone, por todos) exacerba su discurso, las más veces vehemente, nunca reflexivo, siempre al borde de un ataque de nervios, con el cuchillo entre los dientes.

Se los trató de “religiosos del kirchnerismo”, desde TVR, en el marco de la comentada interna que se libra en el seno la producción PPT, lo cual generó una condigna respuesta.

Ahora, interna al margen, cierto es que en determinadas actitudes, por constantes y reiteradas, parecen propias de una batalla decisiva.

De una Cruzada.

sábado, 4 de septiembre de 2010

Firmenich. La Biografía.



Finalizada la ardua lectura de: “Firmenich. La historia jamás contada del jefe montonero”, en la que me embarqué por sugerencia del querido “Chino” Navarro, y en el trámite de comenzar el comentario de mis impresiones requerido por el amigo, comienzo por destacar que advierto un denuedo por parte de los autores, Felipe Celesia y Pablo Waisberg, a quienes conocí a partir de la notable biografía de Rodolfo Ortega Peña (“La ley y las armas”), en procura de un equilibrio, una ecuanimidad (cierto, que imposible) en el análisis de una trayectoria ostensiblemente desafortunada, demasiado funesta.

Ese esmero, paradójicamente, conspira contra su eficacia, debilita un trabajo que debió haber dicho más, que debió ahondar sobre una personalidad y una época tan desgraciadas. Impera, pues, un medio tono que no sabe a chicha ni a limonada y que en la mirada de quien escribe estos disparates que –anticipo- abomina a Mario Eduardo Firmenich, se traduce como una justificación algo piadosa a su pasado (y muy especialmente) a un presente condigno de su trayectoria.

Nada de censurable tiene ello, por cuanto Waisberg, Celesia o cualquiera que se lo proponga se encuentra legitimado para vindicar a Firmenich, sólo que el relato aparece demasiado amañado como para lograr aquella ecuanimidad, débil a su vez, en el contraste del coro compacto de quienes contribuyeron a construir el personaje abominable que los autores describen –en clave provocativa y bien que en este caso, eficaz- al inicio del trabajo que se comenta.

Leemos en la introducción: “El líder de Montoneros Mario Eduardo Firmenich carga la impronta de un hombre maldito. Su cara evoca el demonio bifronte. Su aliento despide azufre. Sus manos son garras ensangrentadas. Por donde camina, ya nada crece. Traidor, miserable, cobarde, entregador, cuadrado, elitista, militarista, déspota, cruel. Ningún adjetivo le es ajeno. Firmenich es la bestia negra de la política argentina del siglo XX”.

Con ponderable honestidad intelectual, los autores anticipan su hipótesis de trabajo: Firmenich, la imagen que ha venido construyéndose de él se explica a causa de su fracaso político-militar, de haberse impuesto, la mirada actual sería otra y aunque no corresponda desecharla de plano, a poco que se baraja y terminada la lectura de la obra que transita esa senda, se desbarata, cae por su propio peso.

Por caso: Mario Santucho ¿no fracasó con parejo estrépito? Se ha escrito, discutido, debatido, acerca de esa frustración y se ha concluido en su responsabilidad. En sus errores de cálculo, en su militarismo extremo y (por qué no) suicida. En su correspondiente responsabilidad.

Sin embargo, no campea en el terreno de los militantes de la organización que dirigió, incluso entre quienes lo combatieron o meramente disintieron gravemente con él, las sospechas aberrantes que pesan sobre Firmenich: su calidad de doble agente, de entregador, de cobarde, de miserable; caracterizaciones propuestas –algo se dijo- en boca de un colectivo insospechado: se reproducen en el trabajo dicterios fulminantes de Adolfo Pérez Esquivel, Hebe de Bonafini, Nora Cortiñas, Miguel Bonasso, Mario Wainfeld, Horacio Verbitsky, José Pablo Feinmann entre otros.

Volvemos al texto introductorio, donde los autores proponen un nuevo un eje a partir del cual evaluarán al personaje objeto de su estudio, denuncian que respecto de Firmenich se ha “invertido la carga de la prueba”, esto es: si toda persona es considerada inocente, hasta que se demuestre lo contrario, el líder montonero, en cambio, ha tenido que probar esa inocencia presumida, lo cual motiva un nuevo disenso de mi parte. En política, la carga de la prueba suele (debe) estar invertida.

Sí que son certeros en cambio, al proclamar que muchos de quienes le abominamos, lo hacemos a partir de su supervivencia, juicio tonante, poderoso, desde que aparece derivar la prédica insidiosa de los terroristas de Estado, en especial los del aparato comunicacional, perversidad –una entre tantas- que involucran el repaso de los años funestos durante los cuales intervino el biografiado como personaje central.

Es este el sentido de mi observación más crítica a un trabajo que tan poco me gustó. Se desechan con demasiada ligereza aspectos demasiado turbios en la trayectoria de Firmenich: sus detenciones durante el auge de la represión de la Triple A; las condiciones de detención de su esposa en la cárcel de Devoto durante la dictadura; las sospechas edificadas en torno a su relación con el Ministerio del Interior de Juan Carlos Onganía; la versión de su calidad de doble agente del 601 de Inteligencia del Ejército; el desdén ante las advertencias de los cuadros más lúcidos de la organización frente a la carnicería inminente; su acuerdo parisino con Emilio Massera, cuyo develamiento habría costado las vidas de Elena Holmberg y Marcelo Dupont; la sospechada delación y la condigna muerte de Santucho, entre tantos.

Aunque se lo propongan, la anotada ligereza en descargo del biografiado de los autores, en mi mirada al menos, acentúa certezas preconcebidas antes de la lectura del tabajo que se comenta.

A poco de repasar las escasas fotografías con las que se ilustra el trabajo, comencé a transitar la ratificación de mi fastidio. En el marco del capítulo dedicado a los años de la dictadura militar consignan los autores una fotografía con el siguiente pie: “Firmenich trabajando en la Comandancia. Así llamaban a la casa donde funcionó la Conducción de Montoneros entre 1978 y 1982. Era una construcción de dos plantas, ubicada en el barrio Miramar, La Habana, a cinco cuadras del Teatro Carlos Marx”, que refleja al biografiado con aire socarrón, como conteniendo una sonrisa. Se lo ve suscribiendo o redactando algo, ataviado con un uniforme militar, flanqueado por un retrato del Libertador San Martín.

Otra fotografía consignada en el mismo capítulo, ilustra al biografiado, una vez más en uniforme, con boina calada, acompañado de otros tres uniformados, dos de ellos cuadrados militarmente, el otro, estrechándole la mano, una vez más según se consigna al pie, en la sede de la “Comandancia”.

Recuerdo un artículo -¿de Piglia, de Saavedra, de Olguín?- demoledor de otra personalidad de nuestro pasado violento: Leopoldo Lugones, otrora escriba paniaguado del roquismo, que a partir de los años ’20 abjuró de la poética insufrible por la que se lo bien recuerda, para transitar el camino sin retorno del fascismo patético de “la hora de la espada” y otras insentaces a la vera de Félix Uriburu.

El artículo que evoco con torpeza destroza con justicia a Lugones, desde la descripción de una fotografía suya, ataviado de esgrimista. Parecía, glosaba el autor que mi desmemoria no supo contener, el integrante de una comparsa de Carnaval, a despecho del refinamiento que la fotografía proponía.

Algo parecido me pasó al ver a Firmenich disfrazado de militar, en La Habana, cuando –tal como le había anticipado Walsh y tantos otros- su aventura estaba condenada al desastre. Para empeorarlo todo, se dibuja una sonrisa en su rostro contenida, aunque divertida.

La secuencia no puede proponer sino una escena pantomímica, trágica y risible, si no cargase Firmenich en su conciencia, con tantos renuncios, tantos requiebres, tantas preguntas sin respuesta, tantos crímenes inconfesables desde que sus víctimas fueron quienes siguieron la comandancia de quien, infinitamente lejos de la altura que esas circunstancias imponían, fungió de patético monigote.

sábado, 21 de agosto de 2010

Elogio del perejil.



“Te extraño”, primera ficción de Fabián Hofman, es una película que propone ante todo, una refutación a cierta opinión –sino instalada, corriente- que postula la saturación en la filmografía local de producciones relacionadas con el terrorismo de estado de los años ’70.

“Javi” (a cargo del debutante Fermín Volcoff), personaje sobre el cual gira la trama, transita el duro tiempo del inicio de la adolescencia eclipsado y subyugado por su hermano mayor “Adrián” (Martín Slipak), de unos 20 años a quien admira –sino algo más, según parece sugerir la lente de Hofman-, secuestrado a poco de producirse el golpe de estado de marzo de 1976.

La paradójica lateralidad del personaje central en su entorno, aparece como la arista más lograda del filme, así como los límites que, en cuanto al relato, aparecen demarcados por la percepción de “Javi” de los acontecimientos que van configurando la íntima tragedia en cierne.

Nada más que lo sabido por el adolescente protagonista de la película conocerá el espectador, lenguaje que me permito asociar con el utilizado por Marcelo Piñeyro en: “Kamchatka” (producción de 2002), que abordó la misma temática.

Es, a su vez, la primera expresión que hace foco en el segmento menos apreciado (por propios y extraños) de la militancia montonera: los “perejiles”, designación de los adherentes cuya participación no suponía un involucramiento con las armas, manejo que –ante un pedido concreto de parte de “Javi”- su hermano mayor considerará inconveniente, relegándolo a tareas, aunque riesgosas en el contexto de la represión creciente, menores.

Impuesto el exilio mexicano, durante el cual “Javi” se reprochará íntimamente la reciente desaparición de su hermano, al recordar cada detalle de la última noche que ambos compartieran, cuando “Adrián” le confía su pálpito del desenlace trágico al que se enfrentaría la mañana siguiente. Durante su estancia en México padecerá a su vez al desprecio de dos compañeros de militancia de "Adrián", quienes le ratificarán su calidad de “perejil”, al carecer del coraje (las “bolas”) del ausente.

La convincente actuación de Fermín Volcoff presenta, desde una inexpresividad acentuada, la traducción de la confusión de su personaje, como de un cinismo asordinado: si “Adrián” se enfrenta a la muerte cantando (la lente de Hofman registra en esa secuencia un primer plano de su rostro, en procura de contener hasta el menor detalle), en el hermano menor todo es abulia, sea al realizar una pintada política en el baño de la escuela, fuera durante sus primeros escarceos sexuales en Buenos Aires y en México.

La producción de Hofman, asimismo, propone la reflexión (y el recuerdo, en este caso en clave personalísima) de aquella etapa cruel mediante un discurso claramente influenciado por los paradigmas establecidos en estos tiempos en el tratamiento de una retrospectiva de ese tipo.

El viraje discursivo político verificado en materia de revisión de lo acaecido durante los ’70 a lo largo de los años transcurridos desde 1983, resulta tan pronunciado como el contraste que puede verificarse entre el discurso de: “La noche de los lápices” de Héctor Olivera, filmada a poco de iniciado el gobierno de Raúl Alfonsín, con el que propone: “Te extraño”.

Si aquélla omitía el involucramiento de las jóvenes víctimas de la policía de Camps con las militancias armadas, en procura (tal vez) de forzar la empatía de una audiencia entonces refractaria de todo tipo de violencia política; la de Hofman, en cambio, desde el vamos da cuenta de un compromiso de ese tipo por parte de los jóvenes hermanos protagonistas.

Constituida por un discurso potente, con méritos ostensibles desde la dirección y una ambientación cuidadísima de la época reflejada, cimentada en un elenco sólido, en el que se destaca una sorprendente Edda Díaz en el rol de la bove de la familia judía sumida en la tragedia, “Te extraño” merece ser vista y repasada, posibilidades que aparecen acotadas desde que su exhibición se encuentra circunscripta exclusivamente a una sala de Buenos Aires.

Particularidad ésta, que da cuenta de la resistencia de las cadenas de exhibición en una revisión como la que auspicia “Te extraño”, que viene a ratificar a su vez la necesidad de futuras producciones destinadas a repasar un pasado demasiado presente.

domingo, 15 de agosto de 2010

Tinelli, según Sirvén.



Leemos en la edición de “La Nación” de hoy, bajo el título. “Tinelli, el espejo en el que nos reflejamos” (http://www.lanacion.com.ar/nota.asp?nota_id=1294741) , a cargo de Pablo Sirvén:

“Su vigencia ininterrumpida (la del individuo Tinelli en la televisión) y con tan alta e incondicional repercusión, ¿acaso no habla más de nosotros mismos que de él? ¿Qué vemos en Tinelli que tanto nos fascina como para no cansarnos siquiera con el paso de las décadas? ¿Y cuán funcional ha resultado indirectamente para las políticas dominantes durante su larguísimo reinado?”

De la nota, con la cual discrepo de plano, destaco en primer término el estilo elegante, reflexivo, mediante el que analiza el engendro inmundo que propalan Canal 13 y sus repetidoras –anche aquellas que aparecen enconadas desde el discurso- alejado de aquel que imprime a las columnas dedicadas a los espacios que tratan con adherente fervor e incluso amable mirada crítica al proceso político iniciado en mayo de 2003.

En el colmo de su furor anti-K, supo desde esa tribuna equiparar al tendencioso, aunque eficaz “6-7-8” con el noticiero “60 minutos”, emitido desde el mismo canal durante la dictadura militar.

Sin embargo, decíamos, decide Sirvén recorrer el camino del análisis mesurado al evaluar el programa de Tinelli, actitud que denota, cuanto menos, alguna empatía del crítico de espectáculos con el conductor y su producto, desde una mirada de inconcebible respeto.

Porque creo, Tinelli es irrespetable.

Puede concederse que ha sabido hacer dinero en detrimento del buen gusto, la ética más charra, la elemental consideración al público que lo sigue y en este sentido debo reconocerle alguna honestidad, sino un cinismo expresivo: la sonrisita contenida mediante la que subraya algún gag o segmento de su engendro televisivo traduce sin disimulo su desprecio a la audiencia.

Que Sirvén analice con ecuanimidad, sin adjetivos, a la bazofia, desde quien se ocupa del espectáculo es especialmente irritante dado que la mera vigencia de Tinelli y su producto ocupa un lugar que podría ser honrado por otros exponentes que hicieran de su profesión algo cercano a la dignidad, ofrendándose el “prime time” televisivo a un producto de esa estofa.

Se propone –aún desde la generalización- que ese engendro nos representa o refleja lo que somos, hipótesis que horroriza de sólo pensarla, desde que pongo en duda –por todas las canallerías que se propalaron- que el común de nosotros pueda ejecutar, siquiera pergeñar, la burla elaboradamente cruel que a instancia de Tinelli el parásito vocacional Alé perpetró hace unos meses en la isla de Apipé, mortificando –en el marco de una “jodita”- a sus habitantes con desalojarlos de las tierras que habitan.

No hay identificación alguna de la audiencia y Tinelli, aquella es apenas cautiva de las posibilidades que propone la televisión.

No puedo evitar relacionar esta última idea con lo que dijo Víctor Hugo Morales al justificar al “Fútbol para todos”, que para millones es la posibilidad de eludir el tedio de un domingo sin nada que hacer, porque generalmente el dinero escasea. Es la televisión un divertimento sino gratis, muy barato, al alcance de las mayorías.

Las cuales, a su vez instadas por un poderosísimo aparato comunicacional no opone resistencia al seguimiento de lo que se le ofrece a diario, en el caso que tratamos, un producto degradante hecho por un inescrupuloso mercachifle de miserabilidades.

Pelotazo en contra.



Hubo un tiempo (que fue hermoso y fui libre de verdad, diría Charly) durante el cual justificaba cierto temperamento de difícil digestión del Secretario de Comercio Interior, Guillermo Moreno.

Lo hacía evocando a un dirigente de mi partido, muy respetado por mí: Juan Carlos Pugliese.

La relación que trazaba entre Pugliese y Moreno, hacía pie en la célebre frase que aquél pronunciara a la salida de una reunión celebrada con los entonces denominados “capitanes de la industria” durante su fugaz paso por el Ministerio de Economía, cuando el gobierno de Alfonsín se caía a pedazos.

Decía, justificándolo, que Moreno tenía muy en claro que a ciertas personas no se les habla con el corazón.

Por tanto, Moreno, quien escribe y el grueso de quienes vivimos en este sufrido país sabemos bien que aquellos que dominan sus variables económicas no hacen de su vida un ejercicio filantrópico, como por caso, Juan Carr.

La reflexión viene a cuento a raíz de la intervención de Moreno durante una difundida asamblea de accionistas de la sociedad “Papel Prensa”, en cuyo contexto (según el registro fílmico emitido profusamente por el canal de noticias TN) lució unos guantes de box, mientras sostenía gritando como un energúmeno que ni él ni sus acompañantes varones (cualidad que entendió oportuno resaltar) firmarían acta alguna correspondiente a dicha asamblea, además de proferir unas cuantas insensateces como para robustecer cierta idea instalada acerca de su desequilibrio.

Considero, consideramos unos cuantos, importante la puja que el gobierno nacional viene sosteniendo ante el multimedios “Clarín” y la trascendencia que para la calidad del sistema democrático futuro supone su victoria.

Es una pelea que exige nervios acerados, mirada atenta y cuidadosa elección de medios y tácticas, siendo que hay demasiado en juego.

Por tanto, aparece inconcebible –siempre que a la pelea se la quiera ganar- que se eche mano a un personaje que la juega de adolescente pícaro y no hace más que llevar torrentes de agua al molino enemigo.

Que tendrá algunas cosas en claro, aunque ante el desafío que enfrenta la gestión que integra aparece como un patético pelotazo en contra.

lunes, 9 de agosto de 2010

Estado de inseguridad



A través de la edición de “Página/12” de ayer, me enteré de que el temible sujeto que dirige la Iglesia Católica Argentina, Jorge Bergoglio, invocó al patrono de los desocupados, San Cayetano, aunque en este caso no hizo hincapié en el flagelo de la desocupación que asoló a nuestra sociedad durante muchos años, sino en pro de otras falencias.

Más explícitamente leemos en “Clarín”: “En un momento en que la sociedad está muy sensibilizada por hechos delictivos de singular violencia, la problemática de la inseguridad se coló en la tradicional celebración de San Cayetano, patrono del pan y del trabajo. En la misa central oficiada en las puertas del santuario del barrio porteño de Liniers, delante de numerosos fieles, el arzobispo de Buenos Aires, cardenal Jorge Bergoglio, imploró ayer protección al santo ante “la inseguridad que produce tanta violencia desatada en nuestra sociedad”.

"Las palabras de Bergoglio fueron pronunciadas luego de que –entre otros hechos luctuosos– una joven embarazada fuese baleada tras retirar dinero de un banco, en La Plata. Y de que el bebé que estaba gestando muriera tras una batalla por sobrevivir. Así, el cardenal se hizo eco de la gran preocupación por la inseguridad que mostraron los fieles en sus peticiones y que se reflejaron en el lema de la festividad de este año: “San Cayetano: Caminamos con fe pidiendo tu protección” (http://www.clarin.com/sociedad/San-Cayetano-Bergoglio-proteccion-inseguridad_0_313168834.html).

No es el primer religioso que hace eje en la cuestión. Recuerdo al rabino cool Sergio Bergman proponiendo un cambio a la letra que Vicente López y Planes consagró para el Himno Nacional Argentino, cuando propuso aquello de: “Oid mortales el grito sagrado, seguridad, seguridad, seguridad”, sin sonrojarse.

Esta mañana, puesto a arruinarla como de costumbre, escuché la última hora de: “Magdalena tempranísimo”. Luego de escuchar a un reportero que con minucia describía la ordalía de un vecino del barrio de Saavedra que acabó muriendo de un infarto al descubrir a los intrusos en su vivienda (experiencia, por cierto horrenda) presté atención al informativo de las 8.30 horas, cuyas cuatro primeras noticias (entre ellas la del robo en Saavedra) cubrieron hechos delicitivos, la muerte cruel de Isidoro, a la cabeza.

Leo en “Twitter” que don Eduardo Duhalde postula que Néstor y Cristina Kirchner: “no alcanzan a entender la magnitud del problema de la inseguridad”.

Recuperada la economía, superado el affaire Pérez-Redrado, incuestionada la “muerte institucional” proclamada por cierto sector de la oposición, parece que la clave de la disputa electoral que se nos viene será: “la inseguridad”.

Y es particularmente preocupante que se haga tanta alharaca con el tema, puesto que desde una mirada conspirativa, invitará a la repetición de hechos deleznables como el ocurrido en La Plata que, de cuya perversidad, puede desprenderse alguna elaboración previa.

Lo anticipó el cardenal Bergoglio, el “Clarín” suena cada vez más potente y desesperado, se acompaña esta prédica desde cierta oposición, por lo cual, es razonable temer, meses venideros complicados.

viernes, 6 de agosto de 2010

Endúlzame que soy café.


Lo dijimos muchas veces y no está demás volver sobre aquello de que corren tiempos interesantes desde la política.

A despecho de otros –demasiado recientes- durante los cuales la política aparecía condenada a la administración de intereses económicos impuestos por los poderes establecidos y consolidados a partir de la última dictadura militar.

Rescatamos un síntoma de esa subordinación desde el rediseño de las secciones del diario “Clarín” durante los años del segundo mandato de Carlos Menem y a despecho de la tradicional clasificación temática del periódico, la sección: “Política Económica” precedía a la de “Política”, para sincerarse durante los meses de Fernando de la Rúa, cuando primeró –lisa y llanamente- la sección: “Economía”.

Fue una época de retroceso democrático, durante la cual se hallaban instalados paradigmas inconmovibles, hechuras de las escuelas económicas monetaristas que imponían reglas, pautas, conductas, decisiones, que la política acataba con obediencia.

Recuerdo al inolvidable De la Rúa corrido por la vaina del riesgo país, a la alianza que lo llevara a esa Presidencia, tan trágica como patética, arrojándose a los brazos de Domingo Cavallo, erigido en salvador de un país al borde del colapso, desenlace provocado y aumentado por la locura criminal de ese personaje abyecto.

Al candidato Eduardo Duhalde, derrotado (entre otras razones) a fuer de su “revolucionaria” propuesta de postergar los pagos impagables de una deuda externa inafrontable.

Decíamos de “Clarín” y la prelación de las secciones de sus ediciones durante la década neoliberal, tiempos durante los cuales se constituyó en un actor económico, hoy cuestionado y acorralado.

De allí que muestre los dientes congregando capitostes de la industria y referentes de la oposición panperonista desde uno de sus referentes más oscuros, más impresentables: el “CEO”, Héctor Magnetto.

Lo anterior viene a cuento a raíz del almuerzo del miércoles que compartió con empinados industriales nucleados en la UIA y en la AEA y con la cena de jueves, en su domicilio del que participaron (según informó “La Nación”): Eduardo Duhalde, Felipe Solá, Francisco De Narváez y el idiota peligroso que gobierna la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.

Se ha dicho (en especial en el tendencioso, aunque eficaz programa: “6,7,8”) se ha escrito bastante acerca de esos encuentros y, en particular acerca de las motivaciones políticas que empujaron a esos dirigentes a humillarse a la mesa de Magnetto, para subrayar la dependencia económica –anche ideológica- de ellos al poder omnímodo que viene representando “Clarín”.

Si, como parece desde la decisión asumida por aquellos, lejos de ser ostensiblemente perjudicial para las pretensiones electorales de ese tándem, llegara a fortalecerlos ante la sociedad ese indigno “ir al pie” de Héctor Magnetto.

La meses develarán la incógnita, aunque la visita aparece como una ofrenda demasiado costosa que están dispuestos a pagar para derrotar al proyecto gobernante desde mayo de 2003 que a juzgar por tales sacrificios, parece que hoy por hoy, continúa.

De allí las denuncias endebles, baratitas de Felipe Solá en la mesa de Bonelli y Sylvestre, echando un manto de duda acerca de todo aquel que quiera preservarse del bochorno político, distinguiéndose de ese tándem difícil de presentar que es el “Grupo A”. Propone que el cambio de espectro supone (siempre) alguna prebenda: sabrá lo que dice el ex cafierista, ex menemista, ex duhaldista, ex kirchnerista, ex pro y (por ahora, sólo por ahora) “felipista” diputado Solá.

Ante una pregunta algo inesperada, aclaró Solá que las migraciones suponían venalidad siempre que se verificasen en detrimento del sector “opositor” y en beneficio del “gobierno”, al que identificó con el “poder”.

La pobreza del razonamiento (identificar al “poder” con el gobierno nacional, la noche misma en la que compartiría una comida con Magnetto) da cuenta de la poca consideración que “felipista” Felipe Solá tiene por los destinatarios de su discurso.

Volvió sobre el tema, el igualmente tendencioso y eficaz programa “Duro de Domar”, en su última emisión, el amigo de la casa y dirigente bonaerense Fernando “Chino” Navarro, para descabalar lo poco que quedaba de Solá en el marco del bloque que trataba sus (penosas) declaraciones.

En el anterior se había evocado a una persona que quise y quiero mucho: Raúl Alfonsín.

Se convocó a una cantante (“Daniela”, así nomás, a secas), quien en los ’80, integraba el inolvidable grupo: “Las Primas”, gestora años más tarde del hit: “Endúlzame que soy café”.

La buena de “Daniela”, invitada por la producción a ese fin, recordó el romance que –con apenas 20 años- había mantenido con el entonces Presidente de la Nación, Raúl Alfonsín.

Cuando me enteré de la infidencia, me enojé con “Daniela”, preguntándome acerca de la validez de volver sobre una historia antigua, que implicaba a quien no podía defenderse.

Mi temperamento varió al compartir los elogios –de cuño machista, admito- que el Flaco Tognetti prodigó a la memoria del finado: “donde estés, Raúl, te felicito”, dijo, en alusión a lo bien que está (25 años después) la blonda “Daniela”. Me consta que –aún al final de su vida- a don Raúl las (jóvenes) féminas no le eran indiferentes.

Pensé en Raúl, en las debilidades del hombre, en especial en las de los hombres políticos. En aquella versión tan difundida de su arreglo con Lorenza Barreneche, convenientemente dispuesto en razón de su asunción a la Presidencia, que vendría a ratificar su “affaire” con “Daniela”.

De lo molesto que debe haber sido para él y del ultraje que toda esa situación ha de haberle supuesto a ella.

De lo saludable que es vivir en un tiempo con menos hipocresía, lavado de pacatería barata, que en buena medida ayudó el propio Alfonsín en afianzar: desde su ley de divorcio y equiparación de derechos de los hijos nacidos dentro o fuera del matrimonio.

Y que en estos tiempos se subraya desde la consagración, por caso, de la ley de matrimonio igualitario, un hito en la historia de nuestro país, que expresa un tiempo más sano, más tolerante, mejor.

Tiempos interesantes desde la política.

domingo, 1 de agosto de 2010

El espejismo y el oasis. (Acerca de Arturo Illia)


Oriundo de Pergamino, cordobés por adopción, Arturo Illia antes de asumir la Presidencia de la Nación en octubre de 1963, registraba una extensa actividad política en la Unión Cívica Radical, a despecho de lo que se propone desde algún sector de interés, que lo presenta como una figura ajena a la política, de allí esa mirada angelada (boba, en verdad) que predican quienes lo despreciaron en vida y perpetúan ese desprecio con una mirada perdonavidas.

Desde muy joven, Arturo Illia dedicó su vida a la militancia política en el radicalismo de Hipólito Yrigoyen, ese líder excepcional de discurso absoluto y praxis democrática.

Esa adopción de su parte fue determinante en Illia: de allí el culto a la pobreza que imprimió a su vida; su temperamento político intransigente a la conveniencia de un acuerdo político interpartidario, como su respeto a las libertades públicas. En el terreno económico y social, vale remarcarlo, la concepción de Amadeo Sabattini es igualmente significativa.

La revolución democrática y sus censuradores.

En el sentido que propongo a mi opinión, ayuda una referencia al discurso que pronunciara al asumir la Presidencia de la Nación, que da cuenta de su ideario, un categórico diagnóstico de los males que atravesaba el país en esa época y prescripción de “perfeccionamiento democrático” como remedio para su cura, que se manifestaría sólo si las condiciones de desigualdad social vigentes eran revertidas.

Propuso en ese contexto: “esta es la hora de la gran revolución democrática, la única que el pueblo quiere y espera; pacífica sí, pero profunda, ética y vivificante, que al restaurar las fuerzas morales de la nacionalidad nos permita afrontar un destino promisorio de fe y esperanza.”

Más allá de su firme convicción en la necesidad de llevar adelante esa revolución democrática, a poco de analizar las opiniones de los actores políticos de la época, se aprecia como un grueso error de cálculo la atribución de tal anhelo al grueso de sus contemporáneos. Sin embargo, al reclamar la necesidad profundización democrática, advertía Illia los riesgos de una sustitución totalitaria, por lo que su discurso, bien leído, parecería dar cuenta de una prevención atenta a los riesgos que encerraban las quimeras de sus contradictores.

En el texto “Representación formal y representación real”, de octubre de 1965, el secretario general de la Confederación General del Trabajo, el peronista José Alonso no cuestiona sólo al gobierno de Illia, impugna asimismo al sistema de representación política, proponiendo como alternativa otra de cuño corporativo:

“En nuestro país, por lo menos desde el punto de vista de la ciencia política, partido político no significa representación. Por el contrario, lo que rige en nuestra vida política es el principio de las alternativas funcionales (…) La representación que los grupos sociales asumen de hecho en la vida política de la comunidad, está legitimada por dos aspectos fundamentales. Primeramente el que surge de una cuestión de principios y en orden al derecho natural. Siendo el partido político, en la realidad, una superestructura de conducción casi siempre ad hoc, es evidente que no puede representar aquello que no es posible ser delegado, como por ejemplo los intereses profesionales”.

Por su parte, días antes del derrocamiento del presidente Illia, el editorialista del semanario “Primera Plana”, Mariano Grondona –agudo observador político, eficaz traductor de la propuesta antidemocrática-, reclamará como remedio a las urgencias que el país atravesaba en esos tiempos excepcionales, la instauración de una Dictadura –así, con mayúsucla-.

Sobre la base de la tradición romana, opone el concepto al de la tiranía, de entidad “monstruosa”, con la porpuesta superadora de un dictador como un funcionario para tiempos difíciles. Esa anormalidad política, hecha de “ausencia de inversiones –es decir, ausencia de futuro-, en el colapso de los servicios públicos, en episodios reiterados de rebeldía sindical, en la falta de concordia política e institucional”, no había sido asumida con la energía y el talento necesarios por el gobierno radical, incapaz de dar respuesta a: “la impaciencia colectiva por la inoperancia de un estado antiguo ante un país moderno. Y, también [concluía], el doloroso recuerdo de un gran designio que los argentinos no han perdido de vista, pese a sus dificultades: el designio de construir una gran nación”.

Producido el golpe militar, Grondona lo recibe con entusiasmo juvenil. Publica el artículo “Por la Nación”, en el cual describe la emergencia de Onganía como un acto providencial de “pura esperanza, arco inconcluso y abierto a la gloria o a la derrota”, gesta que se emprendía en nombre de las generaciones futuras, para lo cual no habrían de escatimarse esfuerzos: “la etapa que se cierra era segura y sin riesgos: la vida tranquila y declinante de una Nación en retiro. La etapa que comienza está abierta al peligro y a la esperanza: es la vida de una gran nación cuya vacación termina.” El contraste con la propuesta formulada por Illia al asumir la Presidencia no podía ser mayor.

El poeta Francisco Urondo, aunque en la antípoda ideológica, al igual que Grondona clama por una revolución que juzga urgente y necesaria, mereciéndole la experiencia radical y en especial la figura de Illia un desprecio, a juzgar por el tono de un sarcasmo, demasiado cruel.

En “Hotel Guaraní”, describe la caída del Presidente radical, echado de la Casa de Gobierno como “un borracho fastidioso, anclado en su despacho de bebidas. Y era y estaba en su despacho presidencial; y de nada le valió el boato”.

Recordemos, y mucho se ha escrito sobre ello, que Illia resistió con altivez el desalojo de los golpistas del despacho presidencial en junio de 1966, defendiendo una investidura que consideraba trascendente, alternativa que merece para un impiadoso Urondo la siguiente reflexión: “Buscaba un taxi para irse a su casa, con la solemne, digna, triste investidura, con la música a otra parte. Ni siquiera lo ungieron con la prisión: había llegado demasiado tarde a todo.”

Esa escenificación paródica, hecha de una intransigencia aunque altiva, estéril, da cuenta, parodias al margen, de un estado de cosas demasiado corrompido: “cuánta larva, cuánta lombriz está devorando nuestro cadáver. Sólo la desdicha y esa propiedad de apropiarse –el pobre es odioso aun al amigo, pero muchos son los que aman al rico- que siempre acecha a todo corazón traidor que rendirse no quisiera”, que determina su: “impaciencia por andar degollando a esos palafreneros que sacan a los presidentes de un brazo, de madrugada.”

Sin embargo, la propuesta favorable al quiebre institucional más llamativa y demostrativa del alto grado de desprecio imperante entonces por la legalidad democrática, ha sido la del antecesor constitucional de Illia, Arturo Frondizi.

Tal como lo consigna su biógrafa oficial, a pocas horas de producirse el golpe publicó un mensaje en el que consideraba que: “en la Argentina de 1966 el gobierno de Arturo Illia constituye un anacronismo; es la expresión postrera de una estructura socio-económica que ha perdido vigencia. Empieza un nuevo proceso: el del desenvolvimiento pleno de todas las energías nacionales, el de su integración; es la etapa de la liberación nacional, pero sería un error suponer que este cambio se produce en una transición brusca, se han dado las condiciones para la liberación nacional [insistía] a menos que nos condenemos a la autodestrucción. La inacción, esto que se llama estilo de gobierno a la espera de la solución de los conflictos por el mero transcurso del tiempo, conduce inexorablemente a la desintegración nacional, cuyos signos aparecen en todas partes.” Instalado el gobierno militar, en un panfleto con un título que despejaba toda duda (“Mi apoyo al golpe militar argentino”), volvía sobre su idea de revolución nacional, encarnada en nombre del pueblo, por parte de los militares argentinos.

Por su parte, un Américo Ghioldi divertido expresaba días antes del golpe que: “estamos en un momento de entretenimiento, de ganar tiempo”, quien ya en junio de 1964 confidente de un funcionario de la embajada norteamericana, entendía al golpe militar como: “la casi inevitable y ciertamente la menos desafortunada alternativa.”

Juan Domingo Perón, también recibió la novedad del derrocamiento de Illia con beneplácito.

Entrevistado en el exilio madrileño por Tomás Eloy Martínez confió que el golpe: “para mí es un movimiento simpático porque acortó una situación que ya no podía continuar. Cada argentino sentía eso. Onganía puso término a una etapa de verdadera corrupción. Illia había detenido el país queriendo imponerle estructuras del año mil ochocientos, cuando nace el demoliberalismo burgués, atomizando a los partidos políticos. Si el nuevo gobierno procede bien, triunfará. Es la última oportunidad de la Argentina para evitar que la guerra civil se transforme en única salida”, para proponer la frase difundida a sus seguidores de que había que “desensillar hasta que aclare.”

Una apresurada lectura de las declaraciones del caudillo exiliado, pone en evidencia su cariz táctico: la emergencia del gobierno militar, aparecía ante sí como una posibilidad seductora respecto de su vigencia política, aunque encerrara demasiados riesgos, la que era puesta en discusión por parte del líder de la poderosa Unión Obrera Metalúrgica, Augusto T. Vandor.

Ese desafío había registrado como punto culminante la lucha en la liza electoral con candidato propio ante otro respaldado por el Líder, cuya tercera esposa había sido enviada por aquél a la Argentina para fortalecer las chances de su candidato, quien en abril de 1966 en elecciones en la provincia de Mendoza, superó en votos al sostenido por Vandor.

Esa derrota electoral sumó a aquel temible enemigo del gobierno radical al proyecto golpista: si algún sentido tenía para Vandor ese juego –en la medida que le permitía medir fuerzas con el propio Perón y eventualmente dar el gran zarpazo en la convocatoria de 1967-, había perdido razón de ser.

Las voces disonantes a ese coro golpista fueron escasas como significativas. A la previsible del Comité Nacional del Partido cuyo gobierno había sido derrocado, se sumó la del Comité Central del Partido Comunista, que supo advertir con lucidez los riesgos de la aventura: “Se está, pues, frente a una dictadura militar de tipo fascista [...] destinada a servir no los intereses de la clase obrera, del pueblo y de la nación [...] sino los intereses del imperialismo yanqui, de la oligarquía terrateniente y de los grandes capitalistas. [E]l golpe de Estado en nuestro país forma parte de un vasto plan para imponer gobiernos títeres del imperialismo yanqui en todos los países de América Latina”.

La otra excepción proviene del reformista rector de la Universidad de Buenos Aires –temprana víctima de la represión del onganiato- Ing. Fernández Long, pronunciada no bien se materializó el golpe militar.

El gobierno radical de Arturo Illia había conseguido el prodigio de reunir en apoyo de su caída a José Alonso, Mariano Grondona, Francisco Urondo, Américo Ghioldi, Arturo Frondizi, Juan Perón y Augusto Vandor; un pluralismo negativo –según el certero análisis de Natalio Botana- que alcanzaba en algunas opiniones al mismo sistema democrático, cuyo disvalor se proclamaba paralelamente con la exaltación de un modelo opuesto y superador, se lo denominase: dictadura, revolución nacional o revolución a secas.

El espejismo y el oasis.


El recuerdo colectivo de los años ominosos que siguieron a la caída de Illia, militaron en el rescate de su personalidad y estilo político.

Esa tendencia coincidió con los últimos meses de su vida quien fallecería en enero de 1983, concomitantemente con el final de una dictadura más patética y criminal aún que la iniciada con su derrocamiento.

Su oposición franca a ese régimen militar, en especial su disonante crítica a la aventura bélica de las islas Malvinas, cuya derrota comenzaba a producir efectos, sumado al drástico contraste de su perfil democrático y tolerante con el de los criminales del terrorismo de estado, explican, tal vez, la novedosa mirada favorable a su persona.

Ayudó asimismo, la ponderación sincera que le tributaba el líder del sector de la UCR que emergía de esas ruinas: el radical renovador Raúl Alfonsín, quien llegó a proponer a Illia como presidente civil de transición, no bien se conoció la rendición de Puerto Argentino.

Aunque a destiempo, en esa hora crepuscular, conoció Illia una suerte de reconciliación con una sociedad que lo había maltratado demasiado.

En esa época –y en apoyo de la candidatura presidencial de Raúl Alfonsín- se exhibía en los cines argentinos el documental: “La República Perdida” de considerable recepción.

El guión del filme (a cargo del periodista Luis Gregorich, luego funcionario de Alfonsín) presentaba una versión de la historia argentina a partir del golpe militar de 1930.

Con tono algo maniqueísta aunque eficaz, Gregorich proponía un relato en el cual explicaba la pérdida de la República por obra de la acción destructiva de las dictaduras que habían usurpado el poder a partir de septiembre de 1930 y por la presión ejercida por los factores de poder aliados del partido militar durante los intervalos constitucionales.

El discurso presentaba como modelos antitéticos de aquella constante a Hipólito Yrigoyen y a Arturo Illia, de cuyo gobierno consignaba con fidelidad el registro alfonsinista, definiéndolo como un “oasis democrático”; mirada antagónica al “espejismo democrático” denunciado por sus detractores durante su ejercicio.

Tales caracterizaciones remiten a un paisaje desértico y en mi mirada pueden traducir la verificación de parte de Illia de la soledad en la que se encontraba durante los años de su presidencia en abono de su proyecto democrático.

Ese denominador común tal vez explique su actitud de resignado fatalismo ante los preparativos de un golpe militar orquestado sin disimulo.

Pudo advertir, persevero en la metáfora, la aridez de ese terreno político hostil a la constitución de las bases de una república cuya meta final era aquella “revolución democrática, pacífica y creadora”.

Ello supone una reflexión aun más inquietante e igualmente arriesgada: se habría convencido de que los valores del sistema democrático serían apreciados en su genuina extensión una vez que el modelo opuesto evidenciase en los hechos su inviabilidad política.

En ese caso habría que reconocerle una vis profética.

Sólo la resultante trágica de las experiencias que sucedieron a su gobierno convencieron a una sociedad demasiado desaprensiva al respecto, de la importancia que merecía el resguardo de los valores y creencias encarnadas por ese político democrático y honrado, que por él y por todos nosotros mereció haber sido tratado de mejor manera.


NOTA: El contenido de esta publicación puede reproducirse total o parcialmente, siempre que se haga expresa mención de la fuente.

Referencias:

César Tcach y Celso Rodríguez: “Arturo Illia, un sueño breve”, Edhasa, Buenos Aires, 2006.

César Tcach: “Amadeo Sabattini. La nación y la isla”, FCE, Buenos Aires, 1999 y “Sabattinismo y peronismo. Partidos políticos en Córdoba (1943-1955)”, Ed. Sudamericana, Buenos Aires, 1991.

Luciano de Privitellio y Luis A. Romero: “Grandes discursos de la historia argentina”, Aguilar, Buenos Aires, 2000.

Carlos Altamirano: “Bajo el signo de las masas (1943-1973)”, Biblioteca del Pensamiento Argentino. Tomo VI, Ariel Historia, Buenos Aires, 1999.

Francisco Urondo: "Obra Poética”, Adriana Hidalgo Editora, Buenos Aires, 2006.

Tulio Halperín Donghi: “La República Imposible (1930-1945)”, Biblioteca del Pensamiento Argentino. Tomo V, Ariel Historia, Buenos Aires, 2004.

Emilia Menotti: “Arturo Frondizi. Biografía”, Planeta, Buenos Aires, 1998.

Partido Comunista. “Otra vez el golpe de Estado Militar”. Buenos Aires, 29 de Junio de 1966. Citado en: http://www.argenpress.info/notaold.asp?num=026418.

Marcos Novaro y Daniel Palermo: “La Dictadura Militar. 1976-1983”, Paidós, Buenos Aires, 2003.

viernes, 30 de julio de 2010

Infames traidores a la Patria.



Sé bien que la cuestión ha de interesarle a muy pocas personas además de quien escribe, pero en este caso a guisa del encuentro celebrado entre ciertos referentes de la oposición parlamentaria en la Sociedad Rural Argentina, tal como refleja la nota: “Pelea por el reparto de la torta que aún no llega” (http://www.pagina12.com.ar/diario/economia/2-150276-2010-07-28.html) volví a preguntarme acerca de cómo puedo sentirme radical, dado que por esas razones insondables del alma humana, sigue siendo la UCR mi Partido.

Cómo se hace para ser radical sin abjurar de creencias, convicciones, posturas políticas e ideológicas, pudor, incluso, cuando los presidentes de los bloques de Senadores y Diputados de mi Partido, participan de un acto tan indigno como ése o que los presenta de una manera tan indigna desde sus roles, cuanto desde la historia de ese Partido que lejos de representar, mancillan.

Parece que son (somos, debería escribir) taquilleros los radicales a los ojos de quienes quieren barrer con el –tenue, aunque incómodo- proceso político nacido en mayo de 2003, a cualquier costo.

Y esos radicales taquilleros, se humillan ante quienes los anfitriones de ese acto que los desprecian, dispuestos a someterse a todo tipo de humillación a fuer de suscitar el interés de esos emergentes corporativos que los desprecian y han despreciado desde siempre.

Me preguntaba el atractivo de coincidir con el peronista Rodríguez Saá para oponerse a la peronista Cristina Fernández; compartir una tribuna con un sujeto de la calaña del peronista Olmedo (el fascista, depredador de montes salteños, que la juega de provinciano inocentón para proponer las bajezas más obscenas) para combatir al peronista Kirchner.

Auparse con la Carrió, quien cada vez está más parecida a sí misma, con Pinedo, con Felipe Solá.

En fin, tal vez estén en lo cierto Morales y Aguad, tales los referentes de la UCR presentes en ese acto infame y yo sea un infiltrado kirchnerista o un agente del zurdaje mal orientado al seguir empadronado en el Partido de Yrigoyen, Illia y Alfonsín, los tres, denostados y combatidos por la entidad anfitriona de ese evento que, creo que ya lo asenté, considero deleznable.

Charla, amenizada por Joaquín Morales Solá, consagrado “Mejor Periodista Argentino” de 2009, elegido por un Tribunal integrado entre otras eminencias, por la bailarina hot de suerte esquiva en la troupe de Marcelo Tinelli, Nina Peloso de Castels.

Hablaba de Carrió, que en esa ocasión convocó al “constitucionalista” Daniel Sabsay, quien ilustró a una audiencia ávida de conceptos como el que se transcribe en la nota que firma F. Krakowiak en la edición de Página/12: “Sabsay fue el encargado de explicar por qué el próximo 24 de agosto, cuando caduquen las facultades delegadas que habilitan al Ejecutivo a fijar las retenciones, estas alícuotas desaparecerían automáticamente, aunque la oposición no logre consensuar un proyecto alternativo. Esa interpretación es polémica, pero Sabsay la presentó como un dato incuestionable e incluso dijo que si el Gobierno desconoce la situación, le podría caber ‘la pena de los infames traidores a la patria’, prevista en el artículo 29 de la Carta Magna.”

Los incursos en tal afrenta a la Nación han de estar con las barbas en remojo, no sólo ante la evidencia de esa traición, demostrada por quien no sólo es un jurista de nota, sino que ante todo es un hombre honorable, de una integridad sin tachas, no por nada, acompaña a la Dra. Carrió.

Alguien que desde su honradez, impropia de estos tiempos, sería incapaz de cobrar un jugoso emolumento mensual sin trabajar. De ser un “ñoqui”, digamos y arriesgo al azar, en el Consejo de la Magistratura de la Ciudad de Buenos Aires.

Porque en ese caso, no podría considerarlo como el prohombre que es, digno de dar ejemplo y cátedra a los políticos que lo convocan y escuchan, en el marco de la gesta indispensable de acabar con la dictadura infamante que asuela estas pampas, hecha de corruptos que viven del Estado.

En caso de que ese constitucionalista de nota, ese prócer vivo, el Dr. Sabsay, cobrase un sueldo sin trabajar, tal como –mediante un ejercicio de imaginación- deslicé líneas arriba, lo consideraría un canalla, un depredador del Estado y a su vez un hipócrita que censura prácticas corruptas, cuando vive de ella.

Lo consideraría, parafraseándolo, un infame traidor a la Patria.

viernes, 23 de julio de 2010

Feinmann y el peronismo (el peronismo, siempre el peronismo)



Pese a haber leído con puntualidad las entregas dominicales de José Pablo Feinmann acerca del peronismo durante tres largos años me rendí a la tentación de comprar el primer tomo de: “Peronismo. Filosofía política de una persistencia argentina”.

El trabajo –enjundioso, sólido, muy personal- está hecho de análisis discutibles aunque inapelables desde la honestidad intelectual del autor, a quien se lo quiere y respeta mucho en este blog. Queda claro que la vida del autor ha sido atravesada, sino decidida, por ese movimiento fascinante que ha sido, y sigue siendo, el peronismo.

Pretende Feinmann explicar al peronismo desde la traducción de la propuesta de los sectores reformistas o revolucionarios de los ’70 en su marco, cuyos militantes fueron sujetos a una implacable demonización a partir de la salida de Cámpora de su fugaz Presidencia en julio de 1973, hasta la llegada de Néstor Kirchner en mayo de 2003, por esos avatares de la Historia, a 30 años exactos del inicio de aquel breve mandato.

Hemos tratado en este espacio sobre la revalorización –progresiva, gradual- de aquella militancia de los años ’70 a partir de las propuestas cinematográficas que repasaron la brutal tragedia argentina del terrorismo de Estado. Ha sido una entrada larga, a la que me remito (24), aunque la convoco, en la medida que el trabajo de Feinmann expresa esa corriente reivindicativa.

Pocos años antes, en 2008 para ser puntual, Horacio González en su complejísimo: “Perón, retazos de una vida”, se ocupa del tema, aunque con un estilo, sino más elegante o distante que Feinmann, que elude la confrontación directa, estilo del segundo.

Por caso, ambos se ocupan de dar respuesta a las “verdades” instaladas sobre el peronismo desde el “alfonsinismo cultural”: pergeñado por ciertos intelectuales que en esos años, nucleados en el “Club de Cultura Socialista”, en el “Grupo Esmeralda” y afines, denostaron al peronismo y en particular al sector que a partir de la caída de Perón en 1955, encontraron en ese espacio el campo fértil para la edificación de una alternativa superadora del movimiento nacido en octubre de 1945.

En efecto, tengo para mí que la integración al peronismo de esos sectores tradujo no sólo una alternativa traumática resistida incluso por el líder y fundador de ese movimiento, sino que ha complejizado esa expresión política, a punto tal, que supo servir de herramienta para proponer, justificar y ejecutar desde su matriz las propuestas más inverosímilmente antagónicas.

Es tan cierto que bajo sus banderas pudo gestarse el movimiento revolucionario de masas más populoso del que se tenga registro en la región, como que desde su seno e incluso con el aval de su conductor (cuestión que trata, con ánimo atormentado Feinmann en el trabajo que se comenta) se pergeñó una represión definitiva a los militantes de tal alternativa.

El trabajo de Feinmann, cuyo eje en mi mirada, está constituido por la paradoja expresada en el párrafo anterior, propone una refutación a los paradigmas instalados por los ideólogos del radicalismo de los ’80.

Recuérdese al respecto, que el presidente Alfonsín –y en especial el sector más conservador de su Partido, que mucho hizo por el fracaso de su Presidencia- tenían hacia la militancia de los ’70 (en particular a su brazo armado) un rechazo parejo del tributado a los terroristas de Estado.

De hecho, Alfonsín impulsó simultáneamente el proceso a los integrantes de las tres juntas militares de esa dictadura militar y el juzgamiento de los cabecillas de las organizaciones armadas “Montoneros” y “ERP”, decisión que determinó, entre otras consecuencias, la detención de Mario E. Firmenich, líder de la primera.

Más allá de la aversión política y personal que tengo por ese sujeto, mirada retrospectivamente, quizás con injusticia, critico la medida de Alfonsín, decidida al calor de la denominada: “Teoría de los dos demonios”, acuñada por esa administración y recogida por el grueso de la intelectualidad política y la sociedad civil de esos años, por cuanto, más allá de la prisión del sujeto abyecto mencionado, otros militantes de esas organizaciones fueron sometidos a la persecución judicial del Estado democrático de derecho, perpetuando un exilio nacido como consecuencia de otra persecución –aunque ilegal- igualmente estatal.

La problemática que presenta el tema, desde el esfuerzo que me ha significado elaborar la rudimentaria reflexión anterior, viene a ratificar mi consideración acerca de la factura del trabajo de Feinmann, quien –se ha dicho y no eludo más el asunto- confronta en ese trance con los ideólogos afines a la propuesta de Raúl Alfonsín, a quienes el autor del libro que tengo entre manos categoriza con un término utilizado en este espacio, en el marco de una saga incompleta.

Los define como “Gorilas 84”: “es el gorila radical, o, más precisamente, el gorila alfonsinista. Algo que desmerece al propio Alfonsín, que nunca fue un político fervoroso en su antiperonismo. Tal vez por ser un político. Tal vez eso haya posibilitado que –en sus hazañas posteriores a sus méritos de los dos primeros años de gestión- haya protagonizado el turbio ‘Pacto de Olivos’ con Menem, la ‘mancha venenosa’” (de la obra citada, p. 45).

Esos “gorilas” venían a celebrar la derrota del peronismo como definitiva, instalando un relato histórico de ese movimiento sino antagónico, refractario a la construcción superadora que la democracia alfonsinista proponía: de allí –seguimos a Feinmann- la proliferación de ensayos, trabajos de investigación, artículos y biografías cimentadas sobre el resalto del cariz autoritario y populista del peronismo, a contramano de los aires que se respiraban.

A ello se sumaba la experiencia de los años ’70 traducida, según Feinmann, como “el malentendido” de quienes ante la evidencia de la experiencia vivida durante los años ’50, se constituyeron en una “generación que marchaba alegremente al desastre”, en palabras de Tulio Halperín Donghi, en el marco de una anécdota de 1984, evocada por el autor. Como, según Feinmann eran años de derrota política y cultural, decidió no contradecir al veterano historiador.

En pocas palabras, el desafío encarado por Feinmann estaba dado por el imperativo de confrontar argumentos críticos al relato de aquellos que desde esa hegemonía cultural volvían a proponer al peronismo como el sumun de las taras y miserias de la república el cual, para colmo, había admitido la gestación y desarrollo en su seno de la organización insurgente de mayor predicamento en los años ’70; experiencia que la propuesta democrática alfonsinista, y precisamente por ello, antagónica, venía a superar.

La necesidad primordial del trabajo es expresamente destacada por el autor, particularidad en la que encuentro otro motivo para encomiarla. Aquellos intelectuales del alfonsinismo que 25 años atrás denostaban al peronismo, y en especial a la “generación del malentendido”, adecuan discursos e hipótesis para censurar al proyecto iniciado en mayo de 2003.

Dice Feinmann: “El Gorila 84 anda por todas partes. El gorilismo ha renacido en tiempos de Kirchner. Hay, incluso, un nuevo odio que había decrecido en épocas anteriores. Se odia el ‘setentismo’ de Kirchner. Su política de derechos humanos. Aquí está lleno de socialistas o de troskystas o de ex alfonsinistas que se desgarran las vestiduras por los treinta mil desaparecidos pero odian a la generación del setenta. Este país se empeña en ser difícil. Si tanto odian a la generación del setenta, acaso no debieran sufrir tanto por los desaparecidos. De acuerdo, son ustedes, buenas personas, son humanitarios y están en contra del horroroso terrorismo de Estado. Pero, ¡qué equivocada estaba esa generación! Y no se engañen, eh. Fueron ellos los masacrados. Los pibes de la Juventud Peronista. Los del Nacional Buenos Aires. Los que trabajaban en las villas. Los que alfabetizaban. Y si no, vayan al Parque de la Memoria. Miren los nombres, uno por uno. Miren las edades. Producen escalofríos: dieciséis, veintidós, veinticinco, diecinueve, catorce. Pero, ¡tan equivocados! Y sobre todo: tan ingenuos. Tan víctimas del ‘malentendido’” (o. cit. pp. 45/6).

He ahí una síntesis de las razones de Feinmann, mediante el estilo tan suyo de polemista punzante, ácido, agudo y –disensos valiosos al margen- cuesta refutar su vigencia, como dejar de resaltar la importancia de su lectura.